La era digital ya es, en el mundo del cine, una realidad. Desde que Steven Spielberg introdujo unos dinosaurios generados por ordenador en Jurassic Park, ahora hace ya más de veinte años, el invento patentado por los hermanos Lumière a finales del siglo xix ha evolucionado hacia una nueva mutación tecnológica que, hoy por hoy, ya parece irreversible. No es la primera, ni será la última. El paso del cortometraje de los orígenes al largometraje narrativo, del mudo al sonoro, del blanco y negro al color, de la película de celuloide a la cinta magnética o del 2D al 3D han precedido a este nuevo cambio aparentemente mucho más trascendente para el llamado arte del siglo xx.
Estamos en el siglo xxi y las cámaras digitales han democratizado la realización cinematográfica. Incluso cualquier teléfono móvil permite rodar una película y el YouTube es una plataforma de distribución universal y gratuita. Fruto de estas circunstancias, la fabricación de la vieja película cinematográfica tiene fecha de caducidad, el año 2015, y el formato estándar para la proyección en salas que la ha sustituido es el DCP (digital cinema package), un disco duro que contiene toda la información de un filme como los que hasta hace poco ocupaban cinco bobinas de celuloide en 35 mm. El DVD, el Blu-ray o las plataformas en línea accesibles desde un ordenador o un móvil son los formatos domésticos que pueden hacer creer al espectador que cualquier película está a su alcance. Ciertamente, hay muchas más a disposición del público pero el 70 % del mercado mundial está en manos de seis grandes empresas multinacionales, conglomerados de la comunicación que utilizan las películas más taquilleras como lujosos escaparates comerciales para vender videojuegos, cómics, merchandising o parques temáticos. Este es el cine "visible", sin duda. El cine de autor, en cambio, no solo ha perdido el peso cultural de que gozó en los años sesenta o setenta, las décadas en las que Bergman, Fellini o Godard dialogaban de tú a tú con escritores, pintores o músicos, sino que ahora sobrevive en la marginalidad de un circuito, culto pero periférico, integrado por festivales, cinematecas, museos o centros culturales.
El cine, entendido como el gran espectáculo popular de la mitad central del siglo xx, vio cómo muchos espectadores empezaban a abandonar las salas cuando la televisión irrumpió en los años cincuenta. El vídeo doméstico, el ordenador y los teléfonos móviles, sin olvidar la piratería, han acentuado en años sucesivos esta migración de públicos hacia el consumo individual en una especie de retorno a los orígenes. Edison se anticipó a los Lumière con un aparato de visión individual de imágenes en movimiento, el kinetoscopio, pero perdió la batalla comercial frente al cinematógrafo francés, que apostó por el espectáculo público y colectivo. Ciento veinte años más tarde, parece que una buena parte del público prefiere la pantallita del iPhone o del ordenador a las de las salas que, no obstante, subsisten.
El cine comercial sigue disfrutando de la aceptación del público pero también son visibles algunas de las brechas que se han abierto en su exhibición. Acostumbrado a las nuevas tecnologías basadas en la síntesis —en las que el WhatsApp sustituye a la conversación telefónica o el libro electrónico al libro impreso—, el espectador educado en los fragmentos de películas que contempla en YouTube presenta dificultades de concentración ante un largometraje narrativo de noventa minutos. Por este motivo, la duración de las tomas del cine contemporáneo es cada vez más corta y, en la puesta en escena, el primer plano predomina sobre el general. La mirada del público está cada vez más dirigida hacia un espectáculo en el que las sensaciones predominan sobre las reflexiones y las sombras eclipsan la realidad. No por casualidad el género actualmente hegemónico es el fantástico, un universo poblado por seres virtuales que viven en otras galaxias (Star Wars) o mundos arcaicos (Lord of the Rings) y salvajes (Avatar), en los que impera la magia (Harry Potter), las opciones filosóficas se reducen al blanco o negro (Matrix) y los personajes son mutaciones de los patrones humanos (Terminator, Spiderman). Si el cine nació como una progresión tecnológica que dotaba a la fotografía de un movimiento que aumentaba la impresión de realidad, el digital nos acerca a otros mundos inmateriales y físicamente inaccesibles.
Es posible que el cine, entendido como el espectáculo colectivo más popular del siglo xx —una entrada es mucho más barata que la del teatro, un concierto, un espectáculo deportivo o un parque temático—, haya sido solo un paréntesis. La era digital abre un futuro incierto en el que la responsabilidad de preservar este patrimonio recae sobre las cinematecas. Nacidas a principios de la década de 1930, precisamente para salvar el cine mudo que había sido desplazado por el sonoro y estaba en un serio peligro de extinción, estas instituciones se enfrentan ahora a un doble reto.
Por un lado, la mutación del soporte analógico al digital exige preservar la película de celuloide desde el conocimiento empírico de que, a baja temperatura y humedad controlada, perdura más de cien años. Los expertos, en cambio, no se atreven a pronosticar qué pasará con la conservación de los soportes digitales en un plazo superior a quince años. Hoy por hoy, la tecnología digital constituye una herramienta excelente para restaurar el celuloide siempre que el proceso acabe, como hacemos las filmotecas, con el retorno a un material de conservación en celuloide.
Por otro lado, el soporte digital es, no hay dudas, idóneo para difundir imágenes en movimiento. Las ediciones en DVD y Blu-ray o las plataformas en línea han cambiado la naturaleza de la cinefilia —del "ya he visto esta película" a "ya la tengo"— y han permitido que salieran a la luz materiales hasta ahora de uso restringido a especialistas: restauraciones, escenas censuradas, versiones múltiples de la misma película o documentos de rodaje y entrevistas con los protagonistas. La calidad de una proyección en DCP no tiene nada que envidiar a la de 35 mm pero, no obstante, la diferencia es ontológica.
Así pues, en este sentido, las filmotecas están destinadas a asumir una segunda misión. Además del soporte, muy pronto preservarán en exclusiva el espectáculo cinematográfico tal como se concibió durante el siglo xx. Serán los únicos locales públicos y colectivos en los que se podrá ver una película en el soporte original en un ejercicio simultáneamente nostálgico, pero también respetuoso con la naturaleza artística del cine. ¿O es que las perfectas reproducciones digitales de la pintura han cuestionado la existencia futura de los museos, único sitio donde pueden contemplarse los originales? - See more at: http://bid.ub.edu/es/33/riambau2.htm#sthash.RXSmhiss.dpuf
L'era digital ja és, al món del cinema, una realitat. Des que Steven Spielberg va introduir uns dinosaures generats per ordinador a Jurassic Park, ara fa ja més de vint anys, l'invent patentat pels germans Lumière a final del segle xix ha evolucionat vers una nova mutació tecnològica que, ara per ara, ja sembla irreversible. No és la primera, ni serà l'última. El pas del curtmetratge dels orígens al llargmetratge narratiu, del mut al sonor, del blanc i negre al color, de la pel·lícula de cel·luloide a la cinta magnètica o del 2D al 3D han precedit aquest nou canvi aparentment molt més transcendent per l'anomenat art del segle xx.
Som al segle xxi i les càmeres digitals han democratitzat la realització cinematogràfica. Fins i tot qualsevol telèfon mòbil permet rodar una pel·lícula i el YouTube és una plataforma de distribució universal i gratuïta. Fruit d'aquestes circumstàncies, la fabricació de la vella pel·lícula cinematogràfica té data de caducitat, el 2015, i el format estàndard per a la projecció en sales que l'ha substituït és el DCP (Digital Cinema Package), un disc dur que conté tota la informació d'un film com els que fins fa poc abastaven cinc bobines de cel·luloide en 35 mm. El DVD, el Blu-ray o les plataformes en línia accessibles des d'un ordinador o un mòbil esdevenen els formats domèstics que poden fer creure a l'espectador que qualsevol pel·lícula està al seu abast. Certament, n'hi ha moltes més a disposició del públic però el 70 % del mercat mundial està en mans de sis grans empreses multinacionals, conglomerats de la comunicació que utilitzen les pel·lícules més taquilleres com luxosos aparadors comercials per vendre videojocs, còmics, marxandatge o parcs temàtics. Aquest és el cinema "visible", sens dubte. El cinema d'autor, en canvi, no només ha perdut el pes cultural de què va gaudir als anys seixanta o setanta, les dècades a les quals Bergman, Fellini o Godard dialogaven de tu a tu amb escriptors, pintors o músics, sinó que ara sobreviu en la marginalitat d'un circuit, culte però perifèric, integrat per festivals, cinemateques, museus o centres culturals.
El cinema, entès com el gran espectacle popular de la meitat central del segle xx, va veure com molts espectadors començaven a abandonar les sales quan la televisió va irrompre als anys cinquanta. El vídeo domèstic, l'ordinador i els telèfons mòbils, sense oblidar la pirateria, han accentuat en anys successius aquesta migració de públics cap al consum individual en una mena de retorn als orígens. Edison es va anticipar als Lumière amb un aparell de visió individual d'imatges en moviment, el cinetoscopi, però va perdre la batalla comercial davant el cinematògraf francès, que va apostar per l'espectacle públic i col·lectiu. Cent-vint anys més tard, sembla que una bona part del públic prefereix la pantalleta de l'iPhone o de l'ordinador a les de les sales que, tanmateix, subsisteixen.
El cinema comercial segueix gaudint de l'acceptació del públic però també són visibles algunes de les escletxes que s'han obert en la seva exhibició. Acostumat a les noves tecnologies basades en la síntesi —on el WhatsApp substitueix la conversa telefònica o el llibre electrònic el llibre imprès—, l'espectador educat en els fragments de pel·lícules que contempla al YouTube presenta dificultats de concentració davant un llargmetratge narratiu de noranta minuts. Per aquest motiu, la durada de les preses del cinema contemporani és cada cop més curta i, a la posada en escena, el primer pla predomina sobre el general. La mirada del públic està cada cop més dirigida vers un espectacle en el qual les sensacions predominen sobre les reflexions i les ombres eclipsen la realitat. No per casualitat el gènere actualment hegemònic és el fantàstic, un univers poblat per éssers virtuals que viuen en altres galàxies ( Star Wars ) o mons arcaics (Lord of the Rings) i salvatges (Avatar), en els quals impera la màgia (Harry Potter), les opcions filosòfiques es redueixen al blanc o negre (Matrix) i els personatges són mutacions dels patrons humans (Terminator, Spiderman). Si el cinema va néixer com una progressió tecnològica que dotava la fotografia d'un moviment que augmentava la impressió de realitat, el digital ens apropa a altres mons immaterials i físicament inaccessibles.
És possible que el cinema, entès com l'espectacle col·lectiu més popular del segle xx —una entrada és molt més barata que la del teatre, un concert, un espectacle esportiu o un parc temàtic—, hagi estat només un parèntesi. L'era digital obre un futur incert en el qual la responsabilitat de preservar aquest patrimoni recau sobre les cinemateques. Nascudes a principis de la dècada de 1930, justament per salvar el cinema mut que havia estat desplaçat pel sonor i estava en un perill d'extinció seriós, aquestes institucions s'enfronten ara a un doble repte.
D'una banda, la mutació del suport analògic al digital exigeix preservar la pel·lícula de cel·luloide des del coneixement empíric que, a baixa temperatura i humitat controlada, perdura més de cent anys. Els experts, en canvi, no s'atreveixen a pronosticar què en serà de la conservació dels suports digitals en un termini superior a quinze anys. Ara per ara, la tecnologia digital constitueix una eina excel·lent per restaurar el cel·luloide sempre que el procés acabi, com fem les filmoteques, amb el retorn a un material de conservació en cel·luloide.
De l'altra, el suport digital és, no hi ha dubtes, idoni per difondre imatges en moviment. Les edicions en DVD i Blu-ray o les plataformes en línia han canviat la naturalesa de la cinefília —del "ja he vist aquesta pel·lícula" a "ja la tinc"— i han permès que sortissin a la llum materials fins ara d'ús restringit a especialistes: restauracions, escenes censurades, versions múltiples d'una mateixa pel·lícula o documents de rodatge i entrevistes amb els protagonistes. La qualitat d'una projecció en DCP no té res a envejar a la de 35 mm però, tanmateix, la diferència és ontològica.
Així doncs, en aquest sentit, les filmoteques estan destinades a assumir una segona missió. A més del suport, ben aviat preservaran en exclusiva l'espectacle cinematogràfic tal com es va concebre durant el segle xx. Seran els únics locals públics i col·lectius on es podrà veure una pel·lícula en el suport original en un exercici simultàniament nostàlgic, però també respectuós amb la naturalesa artística del cinema. O és que les perfectes reproduccions digitals de la pintura han qüestionat l'existència futura dels museus, únic indret on es poden contemplar els originals? - See more at: http://bid.ub.edu/33/riambau1.htm#sthash.EixKD52T.dpuf
The cinema has well and truly entered the digital age. Ever since Spielberg’s computer-generated dinosaurs first crossed the screen in Jurassic Park some twenty years ago, the invention patented by the Lumière brothers at the end of the nineteenth century has gradually undergone a technological mutation which, at least for the time being, appears irreversible. But this wasn’t the first time the cinema experienced change and it won’t be the last: the transition from the shorts to multi-reel features, from silent films to sound films, from black and white to Technicolor, from celluloid to magnetic tape or from 2D to 3D all came about before this new and apparently much more fundamental transformation in what we call twentieth-century art.
The digital cameras of the twenty-first century have made film production a democratic business. In an age when all you need to make a film is a smart phone and access to YouTube, the traditional product’s days are numbered. In 2015, the standard format for film projection in cinemas will be the Digital Cinema Package, a collection of files compressed on a hard drive to carry all the information it once took five reels of 35 mm film to store. DVD, Blu-ray Disc or the digital platforms accessed from a computer terminal or mobile device are becoming domestic formats which reassure us that any film is within our reach. But although many more films are now available to the public, 70 % of the world’s market still lies in the hands of half a dozen multinational media corporations. These corporations use the highest grossing films as luxury showcases to sell their own wares, from videogames and comics to merchandise and theme parks, and this is the most "visible" face of cinema today. And while it prospers, the auteur cinema that saw its heyday in the 1960s and 1970s languishes: the cinema of figures like Bergman, Fellini or Godard, who were intimate with writers, painters and musicians, has lost its cultural gravitas and been relegated to the periphery. And there, it occupies a cult position but survives as best it can in festivals, cinematheques, museums and cultural centres.
Other changes have also occurred. During the 1950s, television began to supplant the cinema as a form of mass entertainment. Since then, the advance of home video, PCs, mobile phones and also the growing practice of video piracy have encouraged people to adopt an increasingly individual style of media consumption which, curiously enough, acknowledges in retrospect the value of a motion picture device that predated even the Lumière cinematograph but lost the commercial battle precisely because it could only be used by one viewer at a time: Thomas Edison’s Kinetoscope Peephole. One hundred and twenty years later, local cinemas still manage to stay open but many people would rather enjoy films privately through the peephole of their iPhone, tablet or PC.
Then there are the films themselves. Commercial cinemas are still patronized by the cinema-going public but the strain is beginning to show. Accustomed to new technologies that pare information down and to WhatsApp and the e-book, which are replacing the phone conversation and the printed book, respectively, many viewers acquire their film culture in bite-sized clips on YouTube; and the result is that they do not have the power of concentration to sit through the entire ninety minutes of a feature film. So it is that film makers employ an increasing number of shorter takes in their editing, forgo the long shot for the close-up and direct our gaze towards a spectacle in which the senses overrule the intellect and eclipse our notion of real life. It’s no coincidence that the genre currently dominating the industry is the fantasy film, whose particular universe is populated by virtual beings from the outer galaxies of Star Wars, the bygone age of The Lord of the Rings or the savage world of Avatar. In that cinema, life is ordered by Hogwarts School of Witchcraft and Wizardry, its complex shades of meaning are reduced to the black and white truisms of Matrix and its players are mutant versions of our human selves in the form of terminators and spidermen. If in its origins the cinema breathed life into still photography to heighten its realism, in the digital age it is bringing us closer to the unreal or irreal and to worlds that are impalpable and physically inaccessible.
Perhaps our notion of the first-run cinema as the most popular location for film watching will not cross into the twenty-first century. It used to make sense because a ticket to the cinema is considerably cheaper than the price of entry to a theatre, concert hall, sports stadium or theme park. But the uncertainties of the digital age are leaving the responsibility for preserving this form of mass entertainment on the doorstep of the cinematheque. This institution, which first appeared in the 1930s with the mission of saving silent films from extinction, may now be facing a new challenge.
On the one hand, we could argue, the mutation of analogue, photochemical celluloid film into bits and bytes should be accompanied by a commitment to preserve our film heritage in its traditional format, especially when the evidence shows that celluloid which is properly stored in cool and dry conditions will last over a hundred years. What the experts still won’t say is whether our digital film will withstand the wear and tear of anything beyond the next fifteen years. For the moment, certainly, digital technology is perfect for restoring celluloid when and where this is used, in institutions like our own, to recover films in that medium.
On the other hand, there can be no doubt that digital film is particularly suited to reproducing pictures in motion. And DVD, Blu-ray Disc and digital platforms have not only enhanced the film buff's experience —note the satisfying shift from "been there, done that" to "been there, have that" —but have also shaken out of the specialists’ bag an array of products that are now available for popular consumption: restored or remastered films, deleted scenes and outtakes, multiple cuts of the same feature and on the sets and interviews with the cast and crew. In terms of picture quality, the average DCP screening easily holds its own next to 35 mm film, even while the difference between the two is essentially a matter of degree rather than of kind.
In the end, it appears, our cinematheques are destined to complete two different missions. Very soon, not only will they be the main archivists of our film heritage in its traditional analogue format, but they will also become the custodians of the cinema-going experience as it was conceived in the twentieth century. They alone will provide the public spaces where people gather to see a film in its original medium in what will be simultaneously an exercise in nostalgia and an act of homage to the art of the cinema. But at least that art will endure. After all, the fact that we can now summon up practically perfect digital reproductions of paintings on our tablets has not stopped us from visiting museums and galleries, which are the only places we can contemplate the originals themselves.
- See more at: http://bid.ub.edu/en/33/riambau3.htm#sthash.PJSoaWlw.dpuf