En una valoración general de la reforma en curso, se puede decir que necesariamente es ambivalente, tiene luces y sombras. De esta nueva fase en el desarrollo del Pacto de Toledo hay que valorar tanto lo que dice (y prevé) expresamente, como lo que no dice (y no ha previsto) explícitamente. El hecho de que la reforma sea negociada constituye un valor en sí para caminar hacia una reforma ordenada y socialmente aceptada; que se incentive la prolongación voluntaria de la vida laboral es positivo; también lo es que se mantenga el régimen financiero de reparto y que no se haya optado por una reducción de las cotizaciones sociales. Pero en su contra está el haber introducido con carácter quizás prematuro -y no suficientemente meditado- la elevación de la edad de jubilación a los 67 años y el no haber adoptado medidas más severas y restrictivas respecto a la expulsión prematura de trabajadores mayores por un amplio repertorio de vías todavía plenamente disponibles (Prejubilaciones, bajas incentivadas, jubilaciones anticipadas a los 61 años, jubilaciones forzosas por razón de la edad pactadas en convenio colectivo, etcétera), que producen una verdadera sangría de pérdidas de empleo de los trabajadores mayores, difícilmente justificables tanto desde el punto de vista estrictamente laboral como desde la perspectiva de la viabilidad del sistema de pensiones y de las políticas de fomento de la permanencia en activo y prolongación de la vida laboral de las personas mayores. En todo caso, se trata de una reforma de envergadura y de largo alcance.