Cuando me nombraron director general de Coca-Cola Hungría un grupo de estudiantes que vivían bajo lo que entonces era un régimen opresivo iniciaron espontáneamente un festival de música en una isla sin uso en el Danubio, en Budapest. La llamaron extraoficialmente la isla de los estudiantes y ése se convirtió en el nombre del festival. Así que, cuando me pidieron que patrocinara el evento y le cambiara el nombre por el de Festival de la Isla Coca-Cola, tardé unos 10 segundos en decir educadamente que no, porque era obvio que a los estudiantes -nuestros principales consumidores- les molestaría el descarado intento de capturar sus recuerdos y convertirlo en un evento dominado por las empresas.