No me cabe la menor duda de que Ortega y Gasset habría incluido hoy, si viviera, al turismo entre los temas de nuestro tiempo. Si hibiera vivido unos años más lo habría hecho. Pero como a él no le dio tiempo lo haré yo en su lugar aunque, claro está, con menos maestría que el maestro. Porque hay que reconocer que el turismo cuenta a su favor para ser uno de los temas de nuestro tiempo con numerosas ventajas. Una de ellas, y no la de menos peso, la eufonía del neologismo. Esa eufonía, añadida a su descomunal capacidad para funcionar como prefijo y como sufijo, convierte al término en una palabra grata, usadera y familiar al mismo tiempo que filosófica si se me permite la exageración. Para lo bueno y para lo malo, para lo negativo (el turismo cuenta sin duda con una nutrida troupe de denigradores porque denigrarlo confiere el marchamo de ser un intelectual engagé y de calité) y para lo positivo (porque en la otra acera se encuentra la no menos nutrida troupe de los jurisperitos, empeñados contra viento y marea, en la nutritiva tarea de convertir al turismo en una de las cosas más excelsas, maravillosas, sustanciosas y gananciosas que un país, una sociedad, una familia y un científico puede hacer en este mundo. En la serie de columnas que semanalmente vengo escribiendo para www.boletin-turistico.com bajo el título Removiendo las aguas del turismo expongo con algún desenfado no exento de una pizca de malicia la evolución que viene experimentando la literatura dizque científica, empeñada en el enaltecimiento tanto de los negocios que viven del turismo, a los que se ha elevado sin fundamento a la condición de ser la primera industria de la economía mundial, como de lo que algunos llaman construcción de su conocimiento académico como si la materia fuera de una excepcional trascendencia.
Porque no es lo mismo ver el mundo desde la comunidad de jurisperitos que verlo desde fuera de esa específica comunidad en la que viven en perfecta armonía de intereses los políticos y los catedráticos, los investigadores y los empresarios, los periodistas y los hoteleros, los chef y los eruditos. Pues no creo que haya otro mundo en el que sus habitantes exhiban una mayor coincidencia de fines y medios que en el mundo del turismo, en el que viven en perfecta armonía editores, profesores, investigadores, escritores, sindicalistas, directores generales, políticos, hoteleros, ecologistas, especialistas en marketing y otros propagandistas.
En definitiva: quienes pertenecen a la causa del turismo y en ella tienen su residencia permanente, sostienen con imperturbable convicción que el turismo es una de las cosas más excelsas que existen en el mundo, mientras que para los que no solo no pertenecen a ella sino que incluso ignoran que existe con una pizca de la enjundia que los primeros le otorgan, el turismo es tan vulgar, prosaico, cutre y plebeyo que hay que evitar cualquier riesgo de contaminación con él. No creo que al lector informado le parezca una exageración doble lo que acabo de decir porque la literatura de ambos bandos es contundente al respecto. Pero de quienes nadie hablan es de los que no militamos en ninguno de esos bandos por varias razones. Ante todo porque las exageraciones están reñidas con la verdad y con la decencia. Y en segundo lugar porque las cosas han de ser vistas con todo el distanciamiento posible, en la línea de lo que aconsejaba Berltold Brecht para el teatro. La visión desde una cercanía excesiva la realidad tanto como la visión desde la lejanía ninguneante. La primera es excesivamente tolerante y la segunda se pasa de condenante. Ni la una ni la otra visión debe aconsejarse a quienes aspiran al conocimiento imparcial de la realidad porque admiten que ni una excesiva simpatía por ella ni el odio extremo y ciego ayudan al investigador científico a conocerla correctamente, es decir, al servicio de la verdad y, por ende, de la humanidad.