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En enero de 1980, en plena euforia por la democratización de los ayuntamientos franquistas, un numeroso grupo de organismos oficiales y entidades privadas se reunieron para estudiar en común, con luz y taquígrafos, la salvación del más importante espacio natural de Europa situado en los aledaños de una gran capital, el Monte de El Pardo y su entorno. Cuatro años más tarde, lo que está a punto de aprobarse es una ley del Monte del Pardo pero sin El Pardo, remendando la frase-síntesis del despotismo ilustrado, "todo por el pueblo pero sin el pueblo". Y efectivamente, la ley de protección del Monte de El Pardo y su entorno fue sucesivamente recortada y desvinculada a medida que se alejaba de la claridad de las reuniones públicas multitudinarias y se adentraba por los intrincados y oscuros pasillo de la burocracia, lugar natural de dominio de los depredadores ilustrados.
