Entre los intereses político-económicos y los imperativos medioambientales el divorcio es completo. Prueba de ello es el fracaso de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el cambio climático, que ha finalizado el 18 de diciembre de 2004 en Buenos Aires con la decisión de convocar un seminario informal en Bonn en mayo de 2005. En el centro de los debates el protocolo de Kyoto, que constituye un paso infinitamente modesto hacia la estabilización de las emisiones de gas con efecto invernadero.
Este tratado, al que están adheridos hoy en día 132 Estados, entrará en vigor el 16 de febrero de 2005 y se prolongará hasta el 2012. Con la oposición categórica de la Administración de Bush y de lobbies de los que es portavoz, también se oponen a él, aunque toman en cuenta la necesaria disminución del consumo de hidrocarburos, algunos países petroleros con Arabia Saudí a la cabeza. Se está muy lejos de una consciencia compartida de los peligros próximos, de la penuria de energía, de las conmociones climáticas. El presidente argentino, Nestor Kirchner, ha señalado, con precisión, que la responsabilidad colectiva en este campo debería traducirse en una verdadera solidaridad Norte-Sur y por tanto, entre otras cosas, en la anulación de la deuda pública de los países en vías de desarrollo como compensación por la reducción de sus emisiones de gas con efecto invernadero.