En el artículo se aborda la cuestión de las complicadas relaciones entre igualdad y desigualdad, ciudadanía y representación del trabajo en la actualidad, por medio de un recorrido histórico que muestra que no sólo estamos, como piensan algunos comunitaristas viviendo ya "tras la virtud", sino que estamos de hecho también viviendo "tras la comunidad": con la generalización de derechos sociales distribuidos a escala individual, los restos de comunidades de sentido que la modernidad no erradicó e incluso incentivó, han entrado en decadencia. La comunidad que imaginan los comunitaristas sólo puede vivirse como un anhelo de lo perdido irremediablemente. Y sin embargo, la política del neoliberalismo y la posmodernidad está también irremediablemente unida al reclamo de esta comunidad imposible de los fines colectivos. Esto es aplicable a los repuntes nacionalistas, las actitudes tribales y la clase imaginada por el socialismo. Finalmente se argumenta que, no obstante, la sociedad civil liberal es también una comunidad, como pueden serlo la nación, la clase, la ciudadanía cívica, en un sentido que ha escapado a los comunitaristas: se trata de comunidades constitutivas de sujetos, proporcionan identidad a quienes forman parte de ellas. Rastrear en el individualismo civil posmoderno sus condiciones identitarias es esencial no sólo para mostrar sus pies de plomo sino también para recuperar una noción de comunidad no finalista que es la única que puede rearticular la identidad de la desigualdad en un mundo de ciudadanos sobrecargados de derechos pero cada vez menos autónomos para ejercerlos.