Dado el carácter dialógico de la relación docente, el autor analiza tanto la actitud adecuada del alumno frente al saber como las virtudes del profesor que la facilitan. A lo primero la denomina actitud culta distinguiéndola pormenorizadamente respecto de la actitud instruida. Se señala que cada vez es menos raro encontrarse con personas que disponen de una altísima educación superior, llenos de perfeccionamientos y postgrados, y, sin embargo, carentes de una actitud culta ante el saber pese a su alto grado de instrucción. Parafraseando a T. S. Eliot, no es lo mismo la información, el conocimiento y la sabiduría, y cada vez es más necesario discernir sus rasgos diferenciales. Las notas distintivas de la profesión docente exigen no sólo eficiencia sino también ejemplaridad. Es un quehacer que requiere el despliegue de un cortejo de virtudes. La alegría es un índice de las mismas, y como lo ha enfatizado Gabriela Mistral, el derecho de los niños a la alegría y la esperanza es esencial en la tarea docente. Si hay algo que paraliza el crecer —y educar es ayudar a crecer— es la tristeza.