En la perspectiva de largo plazo que ofrece todo el proceso de industrialización en España y, particularmente, todo el siglo XX, los últimos veinticinco años, los de la democracia, arrojan un balance sobresaliente en términos de modernización económica, sobre todo si ésta se mide, no sólo por ritmos de crecimiento de la renta por habitante (terreno en el que el avance no ha sido, desde luego, despreciable), sino también por la consecución de metas largamente ansiadas de europeización y homologación de estructuras productivas y por la superación de obstáculos o restricciones tradicionales que han dificultado el despliegue de todas las capacidades de la economía española. Todo ello se ha desplegado evolutivamente a lo largo de tres ciclos, en los que se superponen determinaciones económicas y políticas: el de la transición, propiamente dicho, unos años difíciles pero creativos; el de la Integración en Europa, que coincide con las tres primeras legislaturas de predominio socialista, años de logros importantes pero con un final decepcionante, y el ciclo del cambio de siglo, cuando se consigue culminar la larga marcha hacia la estabilidad económica e incorporarse a la creación de euro desde temprana hora, un ciclo todavía abierto al que el paso de los días incorpora crecientes dificultades. En la España de los últimos veinticinco años, cabe decir, en suma, se ha producido una suerte de interacción positiva entre democracia y modernización económica: la libertad ha potenciado la creatividad económica y la demostrada capacidad de la economía española para afrontar sucesivos retos competitivos ha coadyuvado al asentamiento de la democracia.