John Sheehan
En los países altamente industrializados las innovaciones tienen la función doble de estimular la demanda y ahorrar mano de obra. Las tecnologías nuevas, al aumentar la productividad, permiten un crecimiento sostenido de los salarios sin disminuir los incentivos al capital. Pero en los países menos desarrollados, estos aspectos positivos de la innovación traen consigo otras consecuencias poco favorables. Para ellos, la innovación es a la vez esencial y peligrosa; no es nada que se pueda evitar, pero es algo que necesita control y dirección explícita. El origen de la ambigüedad en el caso de los países pobres, o por lo menos en muchos de ellos, es que el acervo de capital y de tierra cultivable no basta para ofrecer empleo productivo a toda la fuerza de trabajo. Es difícil lograr una solución a través de un aumento rápido del acervo de capital cuando un flujo de productos nuevos sigue estimulando el consumo e impidiendo el ahorro. Tampoco parece un avance adoptar todas las técnicas nuevas que ahorran mano de obra, porque el efecto sería el de aumentar la relación capital/ trabajo sin ampliar el empleo. Pero no se puede ir al extremo opuesto y rechazar todas las innovaciones si es que el país quiere aumentar su ingreso y modernizarse. El problema es de elección.