Tras la entrada en vigor de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, nuestra legislación distinguió con nitidez las denominadas tradicionalmente por la doctrina y jurisprudencia legitimación ad causam y legitimación ad procesum, identificando esta última con la capacidad procesal, entendida como un presupuesto procesal cuya apreciación impide la válida prosecución del proceso.