La crisis financiera de 2008, que desembocó en una crisis de deuda soberana en 2010, está lejos de terminar. La división entre países acreedores y deudores aún puede convertirse en un eje conductor de la política europea.
La crisis financiera de 2008 pudo haber empezado como un problema del mundo anglosajón, pero pronto se convirtió en fuente de nuevas y profundas tensiones en la política europea. A medida que la inestabilidad de los mercados se expandió desde Wall Street y la City de Londres a bancos europeos vulnerables, y en última instancia a gobiernos soberanos, resquebrajó las frágiles instituciones de la unión monetaria. Como es bien sabido ahora, la crisis empujó a los países periféricos de la zona euro hacia una crisis de deuda soberana, a medida que los mercados comenzaron a cuestionar su habilidad para pagar lo que debían. Lo que a menudo se olvida es que la crisis financiera también hizo saltar por los aires los balances de grandes bancos en el norte de Europa, que necesitaron rescates multimillonarios en 2008-09 y se arriesgaban a necesitar nuevas intervenciones, si algún país periférico caía en la bancarrota. La gestión de la crisis devino en un juego de culpas cuando los políticos del norte de Europa, enfrentándose al enfado de sus propios votantes, impusieron duras condiciones a los gobiernos del sur de que necesitaban asistencia financiera.
Este artículo examina las consecuencias políticas de esta división. El auge de fuerzas populistas o antisistema tras la crisis está claramente relacionado con el estrés económico que recayó sobre los votantes ante la falta de crecimiento y la austeridad fiscal perseguida por los gobiernos europeos. La mayoría de países donde los salarios se han visto más devaluados son también los que han presenciado mayor inestabilidad política, con las fuerzas gobernantes sufriendo fuertes derrotas y el sistema tradicional de partidos cediendo terreno a actores antisistema. Grecia, el país más afectado por la crisis –su PIB se contrajo un 25%– vio su sistema de partidos sacudido por el colapso y casi desaparición del socialista Pasok y la emergencia de un nuevo partido de izquierdas, Syriza, que obtuvo el poder en 2015. Pero los sistemas de partidos en países que salieron más o menos intactos de la crisis también se han visto impactados, con el declive de fuerzas tradicionales y el crecimiento de alternativas políticas que han afectado a las economías más estables como Alemania, Países Bajos o Dinamarca. ¿Cómo sacar sentido de esta dinámica? La respuesta gravita en torno a dos facetas relacionadas de la crisis. Primera, aunque algunos países sufrieron mucho más que otros, el crecimiento en el conjunto de la zona euro fue débil, e incluso las historias de éxito relativo, como Alemania, crecieron de manera poco espectacular y sin mejoras en las condiciones de vida. El resultado es que los votantes se sintieron molestos en toda la zona euro y votaron en consecuencia. Segunda, la manera en que interpretaron la crisis, varía. Los votantes en Europa del Norte, enfrentándose a medidas de austeridad cuando sus gobiernos buscaron cuadrar las cuentas tras el shock de 2008-09, resintieron profundamente que se destinaran fondos a rescatar a los países atribulados del sur. Los votantes en estos últimos, lejos de expresar gratitud por la asistencia financiera, resintieron las duras medidas de austeridad y reformas impopulares exigidas como contraparte.
Esta política conflictiva ha dado nueva forma a los sistemas políticos en la zona euro durante la década de 2010. El conflicto tiene unas profundas raíces económicas y las brechas entre acreedores y deudores se han traducido en modalidades diferentes de políticas antisistema en el norte y sur de la Unión Europea. Estas pautas, a su vez, han establecido una serie de fallas que están socavando la totalidad de la unión monetaria…