Jon B. Alterman
El éxito de un movimiento independentista a menudo lo determinan factores fuera de su control como el contexto histórico, los actores con poder o acontecimientos impredecibles.
Los estadounidenses, especialmente en el siglo XXI, suelen subestimar los peligros derivados de los cambios de gobierno. La Revolución estadounidense fue un triunfo inopinado. El movimiento independentista se coció a fuego lento durante menos de una década antes de que estallara la guerra, que duró también menos de 10 años. Nació de ese conflicto un heterogéneo sistema político, fundamentado en la república, del que apenas había precedentes, y se convirtió en un modelo para países de todo el mundo a lo largo de los siglos siguientes. La Guerra de Secesión fue un conflicto sangriento y desgarrador, pero también un acontecimiento aislado del que nació, a su vez, una unión dotada de gran autonomía local que demostró capacidad de resistencia, aun restando aquí y allá focos de intolerancia. La nación surgida de esa guerra se convirtió en una potencia económica y militar, en la que, además, nunca se ha dado una transferencia violenta del poder político.
A lo largo y ancho del planeta se han puesto en marcha desde entonces cientos de movimientos independentistas que han vivido suertes dispares. Algunos conflictos se han prolongado décadas, precipitando en ocasiones masacres y migraciones forzadas. Cuando los independentismos generan nuevos Estados, estos suelen ser inestables y están sometidos a perennes amenazas, tanto intramuros como desde el exterior. Las economías en muchos casos sobreviven de crisis en crisis y policía y jueces se instauran en antagonistas y dejan de ser árbitros de la sociedad, convirtiéndose la seguridad en un efímero bien inmaterial. Estos movimientos independentistas no contribuyen a la estabilidad sino todo lo contrario, y es la ciudadanía la que termina sufriendo. En los peores casos, han dado lugar a Estados fallidos, cuya autonomía, por la que tanto se luchó, queda amenazada por una amalgama de feudos internos y poderes extranjeros que tratan de imponer algún tipo de orden colectivo. No es un destino que muchos quieran para sí, pero es bastante habitual.
Consideraciones sobre la independencia Para maximizar las posibilidades de obtener un resultado satisfactorio, ciudadanía y líderes que se planteen independizar su territorio han de explorar en profundidad dos cuestiones. Primero, deben hacer una evaluación ecuánime de lo que la independencia puede traer consigo. Revolucionarios y secesionistas prometen seguir dando a la ciudadanía todo aquello de lo que ya disfruta, y más cosas aún. En la práctica, ya en situaciones normales, a los nuevos gobiernos les cuesta mantener los niveles existentes de riqueza y seguridad, incluso en países empobrecidos e inseguros. Las expectativas creadas por los independentistas en el lapso previo a la independencia y la potencial insatisfacción de las demandas públicas pueden devenir rápidamente en crisis política para el nuevo Estado y convertir a la oposición política en chivo expiatorio de todos los males. Es fácil imaginar cómo las cosas pueden entrar en barrena si partimos de una situación como esta.
Es vital, por un lado, hacer una evaluación clara de los aspectos inalterables que caracterizarían al nuevo Estado: la demografía y sus pormenores, la geografía y geología del territorio, la disponibilidad de agua y demás recursos, y otros muchos factores. Todos estos tendrán un influjo muy importante en las posibilidades de éxito de un Estado nuevo e independiente. En cualquier población pueden aparecer activistas decididos a buscar la independencia, pero es importante que al menos una parte de quienes quieren crear esa nueva polis haga una evaluación continua de lo prudente de su propuesta, y coteje esta con otras posibles opciones que ofrezcan cierto nivel de autonomía o independencia sin suponer una ruptura total con la entidad hasta entonces soberana…