El desafío identitario afecta de lleno a la acción exterior de la UE. Produce parálisis, antesala de una división profunda que podría convertir Europa, de nuevo, en teatro de enfrentamiento.
Cuando en diciembre de 2017 el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció su intención de reconocer Jerusalén como capital de Israel, la Unión Europea no fue capaz de acordar un comunicado conjunto. Posteriormente se haría pública una declaración de la alta representante, Federica Mogherini, no de la Unión y sus Estados miembros. La diferencia no es baladí. Lo segundo es una posición común. Lo primero, un gesto de liderazgo que nunca puede salirse de parámetros generales acordados con anterioridad. Es una forma patética de responder a situaciones cambiantes. Es responder con el pasado a una nueva realidad. Es conducir mirando por el retrovisor.
Mientras se fraguaba el intento de comunicado, hablé con el colega de Europa Central que estaba vetando la expresión de voluntad conjunta. Adujo dos razones para esa actitud. La primera, que era preferible no antagonizar públicamente a Washington de manera tan abierta. La segunda no tenía nada que ver con la ciudad milenaria ni con el amigo americano, iba directa al corazón del proyecto europeo. Su gobierno, en definitiva, no creía que la Unión Europea debiera expresarse “en cuestiones de ese tipo, que son de la soberanía de los Estados”.
Estaría elevando la anécdota a categoría si no fuera porque algunos gobiernos han tomado decisiones semejantes, que socavan hasta revertir la aspiración de la Unión a convertirse en un actor global. No se trata de una elección táctica por parte de esos gobiernos. No es para ellos, ni para las fuerzas políticas que las sustentan o las afines en otros países, una cuestión de oportunidad política. Es una opción profundamente ideológica, que plantea un problema cuya solución pasa por replantear las bases mismas, institucionales y políticas, de la acción exterior de la UE.
Se habla mucho del impacto de las fuerzas populistas en los gobiernos nacionales, de cómo esa influencia se traduce en la gobernanza de la UE y en las relaciones entre los Estados miembros. Apenas se habla, sin embargo, de cómo afectan a la acción exterior de la Unión. Ese impacto empieza a ser devastador, en un proceso de degradación ya palpable. Estamos en un momento clave, en el que determinados intereses –algunos legítimos como formas diferentes de entender la política, otros no tanto por representar los de países terceros– buscan socavar definitivamente esta parte del proyecto europeo. Quizá como forma de acabar con el proyecto en sí, quizá solo como forma de recortarlo hasta el mínimo. “Un mercado interior, no necesitamos nada más”. De nuevo, este objetivo es legítimo, casi cualquier opción política lo es. Pero hay que decir que así los ciudadanos europeos vivirán menos seguros, tendrán menos influencia en el resto del mundo y, por tanto, difícilmente serán más prósperos.
Este artículo trata de cómo hemos llegado hasta aquí y de las perspectivas que se abren. Como veremos, la degradación empieza cuando el escenario internacional cambia tras un breve interludio de absoluta hegemonía estadounidense. La UE, en ese momento, no sabe o no puede adaptarse a un entorno menos multilateral y más multipolar.
El problema se hace existencial cuando la gran recesión, la crisis del euro y la crisis de los refugiados –consecuencia de un gigantesco fallo de política exterior: Siria– instalan dentro de la Unión actitudes de aversión a lo supranacional, de populismo identitario, de nacionalismo excluyente. Esta evolución es incompatible con el proyecto europeo. No puede convivir con el objetivo de un espacio geográfico donde todos los ciudadanos europeos tengan los mismos derechos y deberes políticos sea cual sea su origen nacional. Incluso dentro de España, este principio de igualdad política es puesto en cuestión por el nacionalismo excluyente. La marea es profunda y poderosa…