Donald Trump está minando los tribunales, la prensa, el FBI e incluso el Partido Republicano, convertido en una plataforma de sus secuaces.
No hay, en todos los canales de la televisión, programa más ameno ni popular que la presidencia de Donald Trump. A su propio carácter de tramposo engatusador añade sus muchos años de experiencia televisiva. Sabe atraer la atención sobre su persona (es lo único que le interesa) y es un maestro del “suspense”. Consigue siempre deslumbrar al público con diatribas que todos desearían pero no se atreven a expectorar. Nunca reconoce un error, menos aún pide perdón, sino que siempre ataca y evita caer a la defensiva. Crea sus propias crisis y dramas para luego aparecer con su solución. Despierta expectación anunciando próximas revelaciones hasta tal punto que, cuando llega su fecha, las cadenas de televisión se ven obligadas a primar su presentación incluso sobre sus series más populares.
Días de ansiedad siguieron al anuncio de su encuentro con el norcoreano Kim Jong-un, o las barbaridades con las que castigó a los otros miembros del G7 en Canadá, y a todos preocupaba hasta dónde llegaría en la cumbre de la OTAN de 12 de julio, preguntándose algunos incluso si retiraría Estados Unidos de la Alianza o renunciaría al Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte.
A veces a Trump le acompaña la suerte, cuando las circunstancias intensifican la expectación, como con el anuncio del procesamiento de 12 espías rusos dos días antes de su reunión con Vladímir Putin en Helsinki el 16 de julio, o las manifestaciones con que fue acogido por los británicos en su visita a Reino Unido. Tras la cacharrería destruida que el toro dejó en Londres, el mundo entero se preguntaba hasta dónde llegarían las concesiones de Trump en su encuentro con Putin para obtener un “brillante éxito” en Siria, que ha sido desde el principio el secreto de su colusión con los rusos.
Con el tiempo vamos acostumbrándonos a su rutina. Para empezar, para Trump la verdad es un concepto altamente relativo: su retórica vuela en andas de su mendacidad. Propala cifras y hechos imaginarios con total desenvoltura, sabiendo que lo que importa no es la realidad sino su percepción, y que sus partidarios absorben con gusto la que les da porque refleja sus prejuicios, resentimientos y sospechas. Luego viene el sentimiento de victimización: sus enemigos siempre lo están atacando injustamente, sobre todo la prensa, la judicatura, los servicios de inteligencia y, paradójicamente, el propio departamento de Justicia. Es una táctica que no nos debería coger por sorpresa: en su libro de 1987, El arte de la negociación, señala que presentarse como la víctima es una buena técnica de marketing que permite justificar los ataques contra el contrario y ponerlo a la defensiva; y que “exagerar la verdad” no es mentir, sino “hacerle el juego a las fantasías de la gente. Es una forma inocente de la exageración –y una manera muy efectiva de promocionarse–”…