Mateo Cayetano Jarquín
Evitar que Nicaragua sea la nueva Venezuela requiere entender las diferencias entre los dos países y el margen que hoy existe para una mediación internacional en la crisis nicaragüense.
Hasta hace poco, el régimen autoritario del presidente Daniel Ortega en Nicaragua lucía imperecedero. Esta ilusión se desvaneció en abril, cuando la población, anestesiada, se volcó masivamente contra Ortega y sus aspiraciones de perpetuarse, junto a su familia, en el poder. El impasse político creado por la gigantesca ola de protestas –y más aún por la brutal represión del régimen– ha derivado en una de las más graves crisis de derechos humanos en la historia reciente de América Latina.
Muchos se preguntan si Nicaragua seguirá el mismo camino que Venezuela, donde una crisis política y humanitaria se deteriora desde hace años a pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional. Dada la estrecha relación entre estos dos países por su retórica política y supuesta adherencia a una visión del socialismo en Latinoamérica, y teniendo en cuenta la importancia de la crisis venezolana a nivel hemisférico, la pregunta es válida. Sin embargo, Nicaragua no es Venezuela. El tipo de régimen autoritario forjado por la familia Ortega, así como el modelo político y económico en el que se basó, es diferente al “socialismo del siglo XXI” inaugurado por Hugo Chávez. Por ello, su crisis es distinta a la del gobierno del hoy presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, y debería interpretarse en el contexto de sus particularidades. Además, debido a que Nicaragua no tiene la ubicación geográfica ni los recursos naturales de Venezuela, los riesgos de una prolongación de la crisis en el país centroamericano son únicos, como también son únicas las oportunidades para un papel positivo de la comunidad internacional.
¿Socialismo del siglo XXI? El triunfo electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 2006 se conceptualizó, de manera equivocada, como parte de la llamada “marea rosa” de gobiernos de izquierda que barrieron el panorama electoral latinoamericano a mediados de esa década. En especial, se asoció a Ortega con los líderes populistas de los países agrupados en la Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América (ALBA) tras la incorporación de Nicaragua en 2007.
Sin embargo, mientras Chávez, Evo Morales y Rafael Correa llegaron al poder tras crear nuevas mayorías fundamentadas en el rechazo a sistemas partidistas estancados, Ortega no formó una nueva mayoría. Su victoria más bien resultó del atrincheramiento del sistema bipartidista existente en Nicaragua. En 1999, el entonces líder opositor firmó un acuerdo con el presidente y caudillo del Partido Liberal, Arnoldo Alemán, bajo el cual el FSLN y su rival derechista ejercieron un duopolio de los poderes electorales y judiciales del Estado, bloqueando efectivamente la formación de terceras fuerzas. A cambio de protección judicial para Alemán, reformaron la ley electoral reduciendo al 35% el umbral para una victoria en primera vuelta. Este cambio permitió la victoria de Ortega en 2006, tras la división de la derecha, con un porcentaje del voto menor (38%) al que obtuvo en sus anteriores derrotas.