Un año después, el presidente sigue obsesionado por la legitimidad de su victoria. Centrado en hostigar a sus críticos, la poca política de Donald Trump es errónea y desconcertante.
Nunca en la historia de Estados Unidos se han visto las instituciones políticas del país atacadas por el presidente, sus secuaces y los medios de comunicación del país. Vituperios y terribles ataques personales, a veces hasta físicos, han sido de rigor en las campañas políticas del pasado: la clásica rivalidad entre Thomas Jefferson y John Adams, en los comienzos de la república, más tarde entre abolicionistas y esclavistas, que culminaron en la guerra civil de 1861-64, e incluso contra Franklin D. Roosevelt, aún hoy día detestado por las tradicionales familias millonarias por la introducción de la Seguridad Social, tras la gran crisis económica de 1930. Pero nunca hubo un ataque frontal contra las instituciones y procedimientos que garantizan la democracia, consagradas en la Constitución, como el que el presidente Donald Trump y sus seguidores han emprendido de manera sistemática y con gran habilidad demagógica contra el FBI, los servicios de información e inteligencia, la judicatura, los científicos, el sistema electoral, los medios de comunicación; en fin, contra toda fuente independiente de información y, no menos todavía, contra el funcionamiento del mismo Congreso y de los elementos del Partido Republicano que no se pliegan a su voluntad.
Al principio el objetivo de sus ataques eran los enemigos de su campaña y, en particular, Hillary Clinton, a quien atosigó sin piedad por sus mal confesados deslices y a la que condenó con el grito de "¡Hillary al calabozo!" que tan popular se hizo en los mítines de su campaña. Incluso hizo que la gente creyera, con la ayuda de su lugarteniente, el general Mike Flynn, que Clinton era la patrona de un centro de prostitución infantil localizado en una pizzería de Washington. Luego se dedicó a atacar a esos "pretendidos jueces" que investigaban sus sospechosos negocios o declaraban la anticonstitucionalidad de sus prohibiciones inmigratorias a siete países musulmanes.
Ganada la presidencia, sigue obsesionado por la legitimidad de su victoria. Ha condenado a cuantos han señalado que no obtuvo la mayoría de los votos, constituyendo incluso una comisión para sustentar el infundio de que más de tres millones de votantes eran electores falsos. El director del FBI, James Comey, fue destituido por iniciar y proseguir una investigación de los contactos del presidente y del equipo de su campaña, incluido su hijo Donald Jr. y su yerno, Jared Kushner, con agentes rusos. Es gracioso que justificara entonces la destitución de Comey alegando que se excedió en sus competencias en la investigación de los correos electrónicos de Clinton, cuando ahora lo ataca por no haber procedido a llevar sus conclusiones hasta la condena de su rival. Continúa en este tenor a pesar de que confesó, ante las cámaras de televisión, que la verdadera razón de la destitución fue la "falsa" investigación de la trama rusa, en la audiencia que prestó poco después de su inauguración, al ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov, y al debatido embajador ruso en Washington, Sergey Kislyyak ...