En las tres últimas décadas, España ha confirmado su apertura en cuatro frentes: bienes, personas, ideas y decisiones. Pese al aprendizaje del exterior de la sociedad española, sigue sin estar claro cuánto devuelve a cambio.
"As Mr. Gonzalez himself has said, with membership in the West comes responsibility." CON esta frase terminaba Edward Schumacher un artículo publicado en el New York Times hace 30 años exactos: el 24 de octubre de 1987. "Mr. González" es, por supuesto, el entonces presidente del gobierno Felipe González. Y Schumacher, antiguo corresponsal del periódico en Madrid, daba cuenta de las demandas del jefe del ejecutivo hacia Estados Unidos: retirar una serie de cazas F-16 ubicados cerca de Madrid, siguiendo la presión de sus votantes, muchos de los cuales aún recordaban con rencor la reciente entrada del país en la OTAN. Un mes antes, en otro rincón del mismo periódico, el titular de un enviado especial a Mataró rezaba: "Africans Say Spanish Show Racist Views". Hacía solo seis años y medio de un golpe de Estado que había puesto en peligro la entonces todavía frágil democracia española. Y menos de dos desde que éramos parte de la Unión Europea. España estaba, en definitiva, tanteando su apertura al exterior. Aprendiendo, entre otras cosas, que con ella también venía la responsabilidad.
En las últimas tres décadas, esta apertura ha pasado de ser un tanteo a una realidad que se ha ido desarrollando en cuatro frentes distintos: bienes (economía), personas (sociedad), ideas (identidad) y decisiones (política). Su membresía a las cuatro comunidades occidentales se ha consolidado pieza a pieza. Y, sin embargo, aún cabe preguntarse dónde está la responsabilidad que el expresidente demandaba a sus conciudadanos. En otras palabras: está bastante claro lo que el mundo ha hecho por nosotros, pero quizá no tanto lo que nosotros estamos dispuestos a hacer por el mundo.
Bienes AUNQUE es cierto que los avances se han producido en paralelo en los cuatro frentes mencionados, es posible que la economía haya actuado como motor o, al menos, primer impulsor. Ya a finales de los años cincuenta, el régimen franquista asumió que la autarquía era una estrategia de escaso recorrido, y que relacionarse comercialmente con el mundo era necesario para no perecer. Pero era aquella una relación tutelada, donde los efectos sociales del turismo, las exportaciones y las importaciones pasaban el filtro de la dictadura. La entrada en el Mercado Común Europeo en 1986 fue un hito mucho más nítido y libre, y si bien sus efectos puramente económicos se añadieron a una tendencia previa (de convergencia en niveles de renta, aumento de la incidencia del comercio exterior sobre el PIB), facilitó la socialización empresarial de una nueva generación de compañías, líderes y directivos en un contexto significativamente más abierto. Al tener que exponerse a la competencia internacional, además de estar en disposición para aprovechar las oportunidades que se abrían más allá de nuestras fronteras, la nueva élite corporativa española comenzó a interesarse en entender y participar de las dinámicas exteriores. Se comenzó así a formar poco a poco un nuevo círculo mucho más expuesto, un proceso que se volvía más profundo a medida que la Unión Europea adquiría más y más poder en regulación de la competencia, particularmente en los años noventa.
Y sin embargo, el grado de internacionalización de la economía española sufrió un parón considerable a finales de esa misma década, justo cuando este fenómeno comenzaba a despegar. Uno del que aún no se ha recuperado por completo. Paradójicamente, la entrada en la Unión Monetaria fue el principal detonante: el río de crédito que desde 1998 atrajo la igualación de tipos de interés nominales (mas no reales, por los diferenciales de inflación) no se dirigió a esa élite naciente de perfil internacional, sino a los empresarios e inversores locales que podían canalizarla rápidamente hacia sectores de bajo valor añadido y efectos estrictamente nacionales. El proceso de convergencia en niveles de renta se aceleró, pero el de comercio sobre el PIB se ralentizó hasta casi detenerse. La burbuja inmobiliaria resultante incentivó un empresariado que era casi lo opuesto a abierto y competitivo. Nuestra balanza de pagos se resintió gravemente, reflejo cuantitativo de que nos costó asumir la responsabilidad, estar a la altura de la oportunidad que nos ofrecía la integración económica. Así, en España ha acabado por convivir una élite directiva profesional, atenta e interesada en el exterior, con otra que solo mira hacia casa, y que medra a la espera de la siguiente oportunidad fácil.
Personas BAJANDO al nivel laboral, el resultado es también mixto. Afortunadamente, el titular del New York Times sobre el racismo percibido por inmigrantes africanos a mediados de la década de los ochenta ha sido en no poca medida superado por las experiencias derivadas de la burbuja inmobiliaria. Con ella, España dejó definitivamente de ser un país emisor de emigrantes para pasar a recibirlos. A principios de la década pasada, no fueron pocos los sociólogos y activistas que temieron las consecuencias de un shock migratorio como el que afrontaba nuestro país. Y sin embargo, a pesar de problemas innegables, nos mantenemos como uno de los pocos países de Europa sin un partido antiemigración y con unos niveles de integración claramente por encima de la media. Según datos de Pew Research, en 2016 solo un 22% de españoles pensaba que la diversidad hacía del país un peor lugar para vivir. En Italia esta cifra era del 53%. Y en Alemania y Reino Unido, del 31%. Al mismo tiempo, a pesar de ser uno de los Estados que conforman la frontera Sur de Europa, el porcentaje de españoles que quiere que entren menos inmigrantes es del 47%, frente al 57% de Francia, 80% de Italia y el 86% de Grecia (Pew Research).