Aunque hoy se hable de los derechos humanos pensado que su reconocimiento y garantía han sido un importante logro (ya consagrado) de la sociedad moderna, lo cierto es que todavía existen importantes contradicciones que pueden hacernos dudar acerca de la realidad de tales derechos o, al menos, de la efectividad en su aplicación práctica. Aunque se hayan convertido en lo que algún autor ha demonimado como "nueva ética social para el siglo XXI", se aprecia una aparente contradicción entre la literatura que ensalza "el tiempo de los derechos" y la que denuncia la existencia de importantes colectivos "sin derechos". Parecen distintos esos derechos que se reconocen en las declaraciones internacionales, a menudo marcadas por una firme voluntad universalista, y aquellos otros derechos que una buena parte de la humanidad, de hecho, no posee. La proclamación de la existencia de unos derechos moralmente superiores, que necesitan unas especiales garantías, no es suficiente para que en el ámbito de las políticas reales de cada Estado estos derechos se respeten y sean protegidos. Por eso hablar de derechos humanos supone también referirse a la exclusión de que son objeto algunos sujetos, o lo que es lo mismo, a la lucha por los derechos. En esa lucha por reivindicar los derechos que van unidos a la dignidad de la persona y que, como tales, deberían predicarse de todo ser humano, la figura del inmigrante adquiere una especial relevancia. En la pugna por conseguir el reconocimiento y garantía de los derechos humanos, el inmigrante se ha convertido en uno de los sujetos excluidos por excelencia puesto que sus derechos ¡van unidos a su situación administrativa! La exigencia del requisito de regularidad o legalidad (terminología que insisten en utilizar las actuales normativas sobre extranjería e inmigración) que debe cumplir el extranjero para ser considerado sujeto de derecho se convierte en el condicionante, a menudo insalvable, para acceder a los derechos humanos.