La población de la Guayana Francesa se ha duplicado en veinticinco años. Sus habitantes se sienten abandonados por la metrópolis, de la que depende para todo o para casi todo, y siguen estando aislados económicamente de sus vecinos. No obstante, la porosidad de su frontera la hace permeable tanto al tráfico de oro como al proselitismo evangelista. En primera línea se encuentran los amerindios, quienes se juegan su futuro como pueblo.