Sin un vínculo sólido Alemania-Francia, la UE pierde impulso. Las crecientes asimetrías entre los dos países, en tamaño económico y cultura política, explican sus divergencias en la manera de entender Europa. El interés de la relación reside, sin embargo, en estas diferencias.
Con la multiplicación de las crisis en Europa, la cooperación franco-alemana y su capacidad para ofrecer soluciones a los problemas de la Unión Europea se plantea con una nueva intensidad. Por primera vez desde hace décadas, el riesgo de desintegración de la UE con el Brexit se vuelve real. Y la norma europea según la cual cada crisis desemboca en un nuevo avance en la integración parece estar hoy cuestionada. No cabe duda de que París y Berlín mantienen una relación sólida y cordial, aunque no siempre exenta de tensiones, y colaboran estrechamente en la mayoría de las cuestiones europeas. Cuando se trata de defender valores superiores como la paz y la seguridad en Europa, las divisiones no parecen afectarles, como ponen de manifiesto las reacciones de los dirigentes alemanes ante los atentados en Francia y el liderazgo franco-alemán en la gestión de la crisis en Ucrania. Pero ¿basta esta relación para sacar a la UE de su situación de crisis permanente? Y, sobre todo, ¿sabrán los franceses y los alemanes hacer de la necesidad virtud y, ante el riesgo de desintegración, encontrarán la energía necesaria para un proyecto de futuro ambicioso para Europa? Detrás del mito de una colaboración armoniosa En un periodo de múltiples desestabilizaciones como el actual, resulta tentador caer en la nostalgia de una época dorada europea impulsada por la amistad franco-alemana. Se nombra a menudo a Helmut Schmidt y Valéry Giscard d�Estaing, quienes, tras la crisis petrolera de 1973, crearon el Sistema Monetario Europeo; o también a Helmut Kohl y François Mitterrand quienes, en respuesta a la caída del muro de Berlín y a la incertidumbre que provocó, propusieron a sus socios una conferencia intergubernamental sobre la unión económica y monetaria y la unión política, que dio lugar al Tratado de Maastricht en 1992.
En comparación con estas iniciativas ambiciosas, a la altura de las crisis de entonces, la reacción de la canciller, Angela Merkel, y del presidente francés, François Hollande, ante el fracaso del referéndum británico sobre la permanencia en la UE el 23 de junio de 2016, puede parecer decepcionante. Durante su encuentro en Berlín posterior al referéndum, Merkel y Hollande se limitaron a declarar que querían "dar un nuevo impulso" al proyecto europeo. Sin duda, se han establecido las grandes prioridades (seguridad interior y exterior, economía y cohesión social, apoyo a la juventud), pero el proyecto sigue siendo muy vago, tanto en lo que respecta al contenido como al calendario. En cualquier caso, no existe ahora mismo un consenso franco-alemán sobre la urgencia de poner en marcha de nuevo la máquina europea, al menos entre los jefes de Estado. Sin embargo, los ministros de Asuntos Exteriores de los dos países sí han propuesto una integración más profunda, especialmente mediante la elaboración de un Pacto Europeo de Seguridad y de una política de asilo y de inmigración común. Pero por muy ambiciosas que sean, sus propuestas no han sido adoptadas por los jefes de Estado y de gobierno.
Aunque se pueda poner en duda la capacidad de la pareja franco-alemana para dar muestras de ambición, no hay que olvidar que la cooperación entre los dos países nunca ha sido fácil, y menos aún armoniosa. En general, se ha visto complicada por el hecho de que las culturas política y económica de los dos países son diferentes. Estas se traducen en visiones diferentes de Europa, que explican los desacuerdos recurrentes en la manera de entender la forma institucional, la ampliación y la política de vecindad de la UE; pero también en percepciones diferentes de los asuntos económicos, energéticos, de política exterior y de seguridad, etcétera ...