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Ricardo López Aranda
En el 60 aniversario del Tratado de Roma, la UE se presenta como una promesa incumplida. El proyecto europeo necesita una renovación que solo será posible dando respuesta a los desafíos inmediatos, sin renunciar a formular un proyecto colectivo ambicioso a largo plazo.
Hace apenas nueve años, antes de la gran recesión, la Unión Europea podía presentarse como un empeño admirable y exitoso de cooperación e integración entre naciones para superar los conflictos del pasado y alcanzar prosperidad económica acompañada de protección social. Hoy el panorama es menos halagüeño. En efecto, la Unión no fue capaz de hacer frente de modo eficaz a la crisis económica (su desempeño contrasta con el de Estados Unidos) y las políticas llevadas a cabo para preservar el euro supusieron un elevado coste económico y social para las poblaciones de buen número de Estados miembros. La UE tampoco supo dar en un principio una respuesta coordinada a retos como la llegada de refugiados e inmigrantes, ni fue suficientemente coherente ni relevante a la hora de buscar una solución a los conflictos de Siria y Libia. La reacción ante los atentados en suelo europeo transmitió cierta sensación de descoordinación e impotencia. La guinda de esta acumulación de crisis es el proceso de salida de Reino Unido de la UE, síntoma y a la vez causa del debilitamiento del proyecto europeo.
A la vista de lo anterior se impone una reflexión sobre la actual situación y las posibilidades de reconducirla, así como sobre la manera en que España puede contribuir a ello. Esta reflexión debe empezar por un diagnóstico de las debilidades de la Unión.
Debilidades La primera debilidad es que hoy la Unión parece una promesa incumplida. Se ha pasado de considerarla como solución a todos los problemas, a presentarla como origen de casi todos los males. Y si las expectativas han sido quizá excesivas, los resultados también han sido insuficientes: con el diseño imperfecto del euro se han creado las condiciones - no únicas pero sí determinantes - para agravar en varios Estados miembros las consecuencias de la crisis económica internacional y a la vez privar a sus gobiernos nacionales de instrumentos monetarios y fiscales fundamentales para hacerle frente. El resultado ha sido aumento del paro (sobre todo juvenil), desigualdad y endeudamiento. En algunos de los países de la UE, el euro no se mantiene por la esperanza de una prosperidad compartida, sino por miedo a las consecuencias de su derrumbe. En este proceso, se ha generado una división de intereses y percepciones entre países deudores y acreedores.
En segundo lugar está la dificultad de identificar los contornos del proyecto europeo. Más que con un espacio homogéneo, nos encontramos con estructuras superpuestas, desde el mercado único (a 28), hasta el área Schengen (del que forman parte algunos Estados de la UE y otros que no lo son), pasando por la zona euro (19 países). A ello hay que añadir el elemento de indefinición que supone el carácter geográficamente abierto de la UE, cuya consecuencia es no saber cuáles serán en el futuro sus fronteras. La posibilidad prevista en los tratados de establecer cooperaciones reforzadas entre algunos Estados miembros para impulsar los objetivos de la Unión abre la vía a geometrías variables que añaden complejidad al proyecto.
También hay indefinición en cuanto a las competencias. Si bien es cierto que existe un sistema de listas (competencias exclusivas, compartidas, de coordinación y de apoyo), resulta muy complejo y, en la realidad, desde el punto de vista político y de cara a la opinión pública, acaban siendo competencia de la Unión aquellas cuestiones que por su gravedad llegan al orden del día del Consejo Europeo
