Los colombianos han dejado claro que quieren la paz. El referéndum del 2 de octubre obliga a reabrir la negociación para incluir algunas de las demandas implícitas en el voto del No. La dificultad está en negociar mientras el reloj apunta a las presidenciales de 2018.
Aunque el detalle ha pasado desapercibido para los colombianos que aún padecen la confusión por la derrota de los partidarios del acuerdo de paz en el plebiscito del 2 de octubre, no es un hecho menor. Hace casi 60 años, en el último referéndum sobre una resolución de un conflicto interno colombiano, la madre de Álvaro Uribe participó activamente en la campaña a favor del acuerdo. Su causa ganó contundentemente, y los dos principales bandos políticos colombianos acordaron vivir juntos en paz bajo las nuevas reglas políticas y constitucionales del llamado Frente Nacional. Además, las mujeres accedieron al derecho a voto en todo el país.
Uribe, mientras tanto, acaba de liderar en 2016 una campaña extraordinariamente efectiva y conservadora en contra del acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo insurgente más importante del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Aunque el margen de victoria del No fue mínimo - 53.000 votos, equivalentes al 0,43% de los que votaron - la sorpresa que generó el resultado, la incertidumbre que sembró en el gobierno y la comunidad internacional y los pronósticos reservados acerca de la posibilidad de lograr un nuevo acuerdo han dado a los que fustigaron y vetaron el acuerdo un poder en apariencia incuestionable sobre la terminación del conflicto armado.
Sin embargo, el equilibrio de poder es más complicado de lo que parece a primera vista, y da lugar a múltiples interpretaciones y desenlaces potenciales. Por el momento, la voluntad de seguir buscando una salida negociada a un conflicto de 52 años - la guerra empezó en 1964, siete años después del referéndum que enterró el periodo conocido coma La Violencia - parece robusta, y es compartida por todos los colombianos. Es evidente, no obstante, que sin apoyo mayoritario y pese a las maniobras jurídicas promovidas por algunos partidarios del Sí como vía para aprobar el acuerdo, el pacto de 297 páginas firmado en La Habana el 26 de septiembre está muerto. Su único salvavidas sería una nueva versión que incluyera, al menos, algunos cambios exigidos por la oposición.
A la vez, nadie, ni Uribe ni varios líderes del Partido Conservador, ni el movimiento evangélico que se ha opuesto rotundamente al acuerdo, quieren asumir la responsabilidad de nuevos enfrentamientos que pudieran desatarse.
Después de todo, está en vigor un alto el fuego bilateral desde agosto, extendido hasta finales de año por el presidente Santos, galardonado la misma semana del fracasado referéndum con el premio Nobel de la Paz. No ha habido heridas ni muertes desde el anuncio del alto el fuego. En 2011, último año antes del comienzo de las negociaciones formales entre las FARC y el gobierno, murieron 992 miembros de las fuerzas de seguridad y combatientes guerrilleros, con un saldo casi igual a los dos lados. Según Cruz Roja, un total de 190 civiles fueron asesinados o desaparecieron ese año por culpa del conflicto. Desde 2012, cuando se iniciaron las negociaciones, han disminuido a mínimos históricos los crímenes vinculados a la guerra, como el secuestro o el reclutamiento de menores.
Por tanto, la situación que enfrenta Colombia ahora es una especie de limbo. No hay acuerdo de paz en marcha, y ningún proceso formal de desmovilización o desarme. Los casi 6.000 guerrilleros de las FARC están reunidos en alrededor de 50 zonas denominadas "pre-agrupamiento" en varias regiones periféricas conocidas por las fuerzas armadas, bajo un alto el fuego monitoreado por una misión de Naciones Unidas, aunque su mandato no se ha iniciado formalmente aún. Los comandantes rebeldes están en La Habana en una villa cedida por el gobierno cubano, donde mantienen reuniones con los negociadores gubernamentales y enviados internacionales, además de emitir mensajes alentadores por las redes sociales. La otra fuerza insurgente, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con casi 2.000 milicianos, mayoritariamente en la frontera con Venezuela, se ha comprometido a empezar sus propias negociaciones de paz con el gobierno a principios de noviembre en Quito.