Responder al ascenso de fuerzas políticas rupturistas en las democracias occidentales exige diagnosticar las causas. No es la crisis financiera ni la globalización ni la pérdida de identidad. Es una transformación productiva que precisa de un nuevo papel del Estado y del sector privado.
Occidente vive en estos momentos el inicio de una convulsión política profunda y estructural. Acontecimientos como el Brexit o la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales americanas son las primeras instancias significativas de esa convulsión. El común denominador de estos procesos está siendo el descontento de amplios segmentos de la población con las élites políticas, económicas e intelectuales de sus países y la aparición de movimientos políticos fuertemente rupturistas con el orden liberal que esas élites han construido en las últimas siete décadas. La arquitectura liberal bajo asedio es aquella compuesta por el Estado de Derecho, el libre mercado, la porosidad de las fronteras y el multiculturalismo; y a nivel internacional, el libre comercio, la defensa del Derecho Internacional y los derechos humanos. Vivimos, por tanto, el inicio de una era antiliberal.
El apoyo medio a partidos de extrema derecha en países europeos ha pasado del entorno del 1% en los años ochenta del siglo XX a una cifra superior al 12% en 2016. Se trata de cifras medias; muy superiores en países concretos y que precipitan el posicionamiento de la extrema derecha en el corazón de la vida política en lugares como Francia, Alemania, Austria u Holanda. La extrema izquierda también ha visto un aumento significativo en sus apoyos desde 2005 sobre todo en el sur de Europa. Entre 2004 y 2014, el nivel de confianza en la Unión Europea cayó más de 20 puntos porcentuales. Los niveles de aprobación de las instituciones políticas nacionales de los Estados miembros de la UE son asimismo extremadamente bajos. De hecho, se empieza a atisbar un cuestionamiento del marco político y jurídico bajo el que se vive en países occidentales. En Europa y en Estados Unidos el apoyo a la democracia como forma de gobierno ha caído de manera muy marcada desde los años cuarenta del siglo XX. Según datos del World Values Survey, entre 1940 y 1980 el porcentaje de norteamericanos que definía como "fundamental" el hecho de vivir en una democracia cayó del 75% a menos del 25%. Las cifras son similares en Reino Unido, Austria y otros países europeos.
Tal vez lo más paradójico de estos acontecimientos es que se producen en un entorno de gran generación de riqueza agregada. EEUU tiene hoy una renta per cápita media 10 veces mayor que la que tenía en 1960. En el caso español, el PIB per cápita pasó de 396 dólares en 1960 a 35.580 en 2009 (ambas cifras en dólares corrientes). Las múltiples crisis que vivimos tienen lugar en países aparentemente prósperos. Lo que es más, la consecuencia política directa de esas crisis está siendo el cuestionamiento del orden liberal sobre el que se ha sustentado la generación de esa prosperidad. No se debe olvidar que la arquitectura liberal construida a lo largo del siglo XX - muy en particular el libre mercado y libre comercio - permitieron que el PIB mundial aumentara por un factor de más de 70 entre 1900 y 2016; pasando de 1,1 billones de dólares a 78 billones (en dólares constantes de 1990).
Surgen por tanto dos preguntas fundamentales: ¿Por qué se produce en estos momentos el cuestionamiento de las élites occidentales así como del marco de convivencia que estas han construido y que tanto éxito han tenido en el último siglo? Y, una vez entendido el origen de la actual convulsión: ¿Cómo encontrar un nuevo equilibrio económico y político que devuelva la legitimidad al sistema? Crisis financiera, globalización e identidad Tres hechos dificultan el diagnóstico del origen de la convulsión política descrita arriba. El primero es la crisis financiera que se inicia en EEUU en 2007 y se extiende a Europa para convertirse en una crisis de deuda soberana. Este shock destruye valor económico y multitud de empleos a ambos lados del Atlántico. En España, por ejemplo, provoca el estallido de la burbuja inmobiliaria, arrastrando consigo a gran parte del sector bancario y provocando un parón repentino de la construcción. El desempleo en España pasa del 8,26% en 2006 al 25,77% en 2012. En términos del número de desempleados, supuso pasar de aproximadamente 1,8 millones a más de seis millones. Semejantes cifras han llevado a muchos analistas a asociar el malestar político actual de forma casi exclusiva con la crisis económica. Si uno coincide en ese diagnóstico, la solución es sencilla: implementar reformas estructurales, ganar en competitividad y generar empleo.