Tras el fin de la escisión ideológica Este-Oeste se constató de forma universal que el respeto a los derechos humanos no era realizable sin dos condiciones: la democracia y el Estado de derecho. Se sumaban así nuevos valores y limitaciones a la soberanía de los Estados, lo que constreñía el tradicional poder discrecional de los Estados para organizar su sistema político y jurídico.
Las amenazas a la paz no provienen de las agresiones entre Estados, sino de la falta de democracia y Estado de derecho en el interior de los Estados; ello ha llevado a innumerables actuaciones de las Naciones Unidas, en las que se deduce que su obra pacificadora consiste en la democratización y fortalecimiento institucional de los Estados.
La comunidad internacional de Estados mantiene una tendencia evidente en su práctica jurídica y política de propiciar sistemas democráticos. Muchos Estados están lejos de haber alcanzado ese ideal, pero la tendencia es ya un progreso y siempre una esperanza frente a la frustrante decepción de aquellas democracias en las que, tras hacer transiciones difíciles, la corrupción y la partitocracia se aliaron en la deconstrucción del Estado de derecho, poniendo en peligro, junto al tribalismo nacionalista, la existencia misma del Estado.