Joan Tubau
El brote actual de ébola no dice nada nuevo sobre el virus, pero lo dice todo de la comunidad internacional, que ha mostrado su falta de determinación a la hora de responder a amenazas globales de salud pública. El coste para África Occidental es todavía incalculable.
Para el virus del ébola no hay vacuna ni tratamiento, pero la forma de controlarlo es bien conocida desde hace tiempo: identificación, aislamiento y cuidado terapéutico de las personas afectadas, seguimiento de quienes hayan entrado en contacto con ellas, e información a la población. Que este brote, en su blitzkrieg (guerra relámpago) desgarradora por Guinea, Liberia y Sierra Leona, haya conseguido matar a más de 3.500 personas, infectar a más de 7.000 �es la cifra oficial, pero se calcula que la real podría duplicarla� y desarbolar sistemas de salud enteros en los países afectados en poco más de siete meses, no dice nada nuevo del virus pero lo dice todo de nosotros. Este brote nos muestra que el rey está desnudo y que nuestra solidaridad y nuestra capacidad de respuesta a amenazas globales de salud pública carecen de fortaleza y determinación. Falta por ver todavía por cuánto tiempo el rey seguirá en paños menores y por cuántos meses el recuento de muertos, dolor y devastación continuará creciendo en progresión geométrica.
El ébola no es nuevo. Los antropólogos de Médicos Sin Fronteras (MSF), cuyo trabajo es esencial para lidiar con una enfermedad tan compleja como esta, han averiguado que, en poblaciones de Uganda, República Democrática del Congo (RDC) y Sudán (los países donde primero se documentó, y en cuyos brotes la organización ha intervenido), la respuesta de algunas comunidades era precisamente aislar a los enfermos en un perímetro del que no pudieran salir y en el que les dejaban comida y agua, hasta que sobrevivían o sucumbían: sabemos ahora que fortalecer el sistema inmunológico del paciente es esencial para que pueda vencer al virus por sus propios medios. Y los mantenían aislados durante 25 días, cuando el protocolo médico actual estipula en 21 el periodo necesario para librarse de la enfermedad.
El ébola no es nuevo: le conocemos, como conocemos a su primo hermano, el marburg, presente ahora también en Uganda. Que aún no hayamos conseguido concebir un tratamiento efectivo y masivo, que no hayamos logrado dar con una vacuna, solo puede atribuirse al desinterés de la comunidad internacional y de las empresas farmacéuticas, hacia un mercado reducido a unos pocos países africanos que además son pobres. Los brotes de ébola hasta ahora se habían producido en zonas rurales, ya de por sí aisladas, afectando como mucho a varios centenares de personas en cada ocasión. Eran muertos paupérrimos. El rey, sin capa ni corona.
El ébola no se transmite por vía aérea. No causa pánico por su facilidad de transmisión sino por su modo especialmente cruel de transmisión: aquellos que acarician, limpian, alimentan, abrazan o hidratan a los enfermos, aquellos que entran en contacto con algún fluido del paciente, caen. Los que lloran a sus muertos y los amortajan, también. Así, familias enteras se contagian. Pero también cuidadores profesionales, enfermeros, médicos, que en las primeras arremetidas del virus, desconocido hasta el momento en África Occidental, lo confundieron con malaria (se presenta como tal al principio, con dolores musculares y fiebre), o con fiebre de Lassa. El personal sanitario también sucumbió: médicos, enfermeros, higienistas, ya de por sí escasos en Liberia o Sierra Leona, países que emergieron de sangrientas guerras civiles hace poco más de una década. En Liberia, con unos 4,5 millones de habitantes, los médicos disponibles para todo el país antes del brote no llegaban a la obscena cifra de 50. El rey, sin zapatos ni medias�