El Estado Islámico será desmantelado pronto. Al Qaeda ha desaparecido casi por completo en Irak. Daesh, acrónimo árabe, es el nombre de guerra del fantasmal califato nacido oficialmente en junio. La amenaza yihadista renacerá de inmediato bajo otro nombre.
Al cierre de estas páginas (10 de octubre), y cuando aún queda mucho para dar por concluida la campaña actualmente en marcha contra Daesh (al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham, acrónimo en árabe del también conocido Estado Islámico), ya se puede adelantar el resultado más probable: el grupo será de nuevo desmantelado (como ya lo fue a mitad de la década pasada, cuando era conocido como Al Qaeda en Irak), impidiendo que se consolide el fantasmal califato proclamado el pasado 29 de junio. Pero la apuesta yihadista renacerá al poco tiempo bajo otro nombre. Y eso es así porque, como enseña la experiencia acumulada en casos similares, para poder tener alguna posibilidad de éxito frente a la amenaza del terrorismo internacional yihadista es imprescindible asumir la tarea, por definición, como multidimensional y de largo plazo. Eso significa que, en Irak o en Siria, la (necesaria, pero insuficiente) respuesta militarista liderada por Washington debería ir acompañada de un esfuerzo - tanto en el terreno político y socioeconómico como en el de las ideas - que no se contente con hacer frente a los aspectos más visibles del problema, sino que aspire a atender las causas estructurales que lo fundamentan.
Dicho de otro modo, no basta con desplegar cazas y eliminar yihadistas por doquier, sin excesiva atención a la legalidad internacional, sino que es primordial impulsar un esfuerzo sostenido en el tiempo y coordinado a nivel internacional. Un esfuerzo que se plantee, por un lado, eliminar la doble vara de medir empleada a la hora de enjuiciar el comportamiento de distintos actores en el escenario internacional (con Israel como caso especialmente sensible en el marco árabo-musulmán). Y que, al mismo tiempo, permita reducir sustancialmente las crecientes brechas de desigualdad que, en no pocos casos, conducen a la radicalización de individuos que se sienten discriminados y alimenta la insana idea de que solo a través de la violencia es posible resolver agravios acumulados en el tiempo o satisfacer las necesidades básicas de quienes se sienten excluidos de sus comunidades de referencia. Asimismo, para combatir eficazmente en el terreno de las ideas, es imprescindible otorgar el protagonismo a representantes islámicos, con credibilidad entre los 1.500 millones de seguidores de Mahoma, evitando cualquier mensaje que identifique el islam como una religión-cultura-civilización intrínsecamente indeseable.
Pero, por desgracia, no es esto lo que se está haciendo hoy en Irak y Siria. En buena medida, asistimos a una repetición de lo ya experimentado en la región (con escasos resultados positivos) en etapas aún recientes, como resultado de decisiones cortoplacistas y unidireccionales, así como de errores repetidos al optar por socios locales que, en el mejor de los casos, solo permiten ganar algún tiempo hasta que la crisis y el conflicto vuelven a estallar a un nivel aún más preocupante. De la misma manera que no se ha logrado erradicar definitivamente a Al Qaeda - a pesar de haber eliminado a su líder principal y haber castigado duramente al núcleo central de la organización en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán -, tampoco se logrará hacerlo con lo que Daesh representa, si solo se apuesta por emplear más misiles y más drones. Antes al contrario, los golpes que puedan propinar estos ingenios terminarán generando una nueva oleada de radicales yihadistas dispuestos a continuar la pelea por los mismos medios�