Crimea ha vuelto a Rusia para siempre. Era ucraniana pero fue antes rusa y quería volver a serlo. Kiev no supo ofrecer un proyecto de vida alternativo. Los llamamientos de EE UU y la UE al Derecho Internacional traen a la memoria su comportamiento contradictorio en Kosovo.
No puede decirse que la articulación de Crimea (y de la ciudad de Sebastopol) en Ucrania tras la desintegración de la Unión Soviética en 1991 fuera pacífica. La última década del siglo XX se vivió entre permanentes tensiones y desencuentros. Mientras las instituciones del Estado se esforzaban por afirmar su supremacía y declaraban Crimea parte inseparable de Ucrania, las de Crimea (y Sebastopol) no se contentaban con una autonomía con competencias derivadas de la Constitución y leyes ucranianas. Así que todo fue discutido, impugnado, revisado; hasta la misma denominación, pues los representantes de la península querían ser la República de Crimea y no la República Autónoma de Crimea. Para estos, era su propia soberanía el fundamento de sus competencias y su relación con Ucrania había de basarse en un instrumento típico de las relaciones entre sujetos soberanos: el tratado.
En esa década fundacional de una nueva Ucrania, Rusia aceptó la aplicación del principio - el uti possidetis - que había determinado el nacimiento de 15 Estados en la desventurada Unión Soviética respetando el territorio atribuido por las leyes soviéticas a cada una de las repúblicas federadas. En el caso de Crimea (y Sebastopol) el sacrificio para Rusia era considerable, pues la península y su ciudad más importante, con un estatuto especial, habían sido rusas hasta que en 1954 un decreto del presidente del Soviet Supremo las transfirió a Ucrania. Crimea carecía de contigüidad terrestre con Rusia. Pero a comienzos del presente siglo una amplísima mayoría de sus habitantes eran rusos y/o rusófonos, especialmente en Sebastopol, sede de la flota del mar Negro; los tártaros, deportados por Stalin al término de la Segunda Guerra mundial, estaban regresando gracias a la perestroika, y los ucranianos apenas alcanzaban un cuarto de la población total.
Cabe sugerir que la extrema debilidad de Rusia en esos años propició una política de resignación de títulos históricos por encima de un uti possidetis de origen reciente y dudosa legitimidad, naciendo como nacía de la decisión inconsulta de Nikita Kruschef, ucraniano, secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), en un régimen no democrático que podía modificar a placer las fronteras político-administrativas. Todo ello sin entrar en los impulsos sentimentales macerados en alcohol que según las malas lenguas inspiraron al personaje.
Cierto es que hubo algunos coletazos, como la resolución del Soviet Supremo de Rusia en 1993, reivindicando Sebastopol, o la resolución de la Duma, en 1996, declarando que Rusia tenía derecho de soberanía sobre esta ciudad. Pero la Constitución guardó silencio y el gobierno ruso protegió sus vitales intereses en una plaza que albergaba la flota del mar Negro mediante una negociación internacional con Ucrania exenta de toda reivindicación territorial. En 1997 se firmaba un tratado de amistad, cooperación y asociación y se garantizaba la permanencia por 20 años de las bases rusas en Sebastopol a cambio del pago de un canon. El arrendamiento fue posteriormente extendido 25 años más, con opción a cinco años adicionales, lo que suponía la prolongación del statu quo pactado hasta 2042 o 2047�