El desarrollo de la imperfecta arquitectura de seguridad europea está marcado por encuentros y desencuentros entre EE UU y sus aliados en Europa. Ambos deben preservar, más que la OTAN, el vínculo transatlántico, superando modelos heredados de la guerra fría.
Las relaciones entre la OTAN y la Unión Europea, en el caso de esta última en lo relativo a la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), han sido objeto de estudio desde el mismo momento del nacimiento de la UE en 1992, en un intento de explicar cómo ambas organizaciones podrían contribuir, de un modo más eficaz y coordinado, al fortalecimiento de la seguridad internacional.
Sin embargo, dos décadas más tarde ni esas aportaciones teóricas, ni los reiterados intentos de establecer marcos formales de cooperación han hecho desaparecer los recelos mutuos y la falta de entendimiento político-estratégico, una situación que es necesario superar si Occidente quiere estar en condiciones de afrontar las crecientes amenazas del entorno.
Hagamos un poco de historia. Tras la Segunda Guerra mundial, Europa occidental creó diversas estructuras de cooperación económica, hasta el surgimiento en 1957 de la Comunidad Económica Europea (CEE) por el Tratado de Roma. Ya antes, y por la amenaza del antiguo aliado soviético, se planteó la necesidad de colaborar también en el ámbito de la defensa, materializada en la firma por Francia, Reino Unido y el Benelux del Tratado de Bruselas de 1948 que creó la Unión Occidental (UO).
Sin embargo, la Europa devastada de la posguerra no estaba en condiciones de garantizar su propia seguridad, por lo que recurrió al apoyo de Estados Unidos. Aunque los dirigentes estadounidenses pretendían retraerse hacia sus fronteras, finalmente aceptaron comprometerse con la defensa del Viejo Continente con la firma del Tratado del Atlántico Norte firmado en Washington en 1949, que dio lugar al nacimiento de la OTAN.
Tras ello, en 1952 se firmó el tratado de la Comunidad Europea de Defensa (CED), pero fue rechazado en 1954 por el Parlamento francés, por lo que ese año se modificó el Tratado de Bruselas y nació la Unión Europea Occidental (UEO), integrada por los cinco miembros de la UO más Alemania e Italia. En la práctica, la UEO fue irrelevante frente a la OTAN, por lo que la seguridad del continente quedó en manos de esta última durante toda la guerra fría.
En noviembre de 1990 se celebró en París la Cumbre de la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE). En la Carta para una Nueva Europa en ella aprobada se afirmaba que el fin de la guerra fría debía dejar paso a un continente libre de líneas divisorias y distintos niveles de seguridad. La Unión Soviética era favorable a la potenciación de la CSCE, con una progresiva transferencia a su ámbito de las competencias de la OTAN y el Pacto de Varsovia, idea también respaldada por Francia y Alemania. Sin embargo, EE UU tenía una visión muy distinta, ya que el presidente George H. Bush consideraba que "la seguridad colectiva, al estilo de la ONU, no es seguridad en absoluto". Por otra parte, se identificaba la transformación de la OTAN como el único modo de mantener la presencia estadounidense en Europa, por lo que la organización pasó de ser una herramienta a ser un fin en sí misma, objetivo al que contribuyó su entramado institucional bruselense.
A su vez, el Consejo Europeo de Roma en diciembre de 1990 inició una conferencia intergubernamental sobre la unión política, que según Francia y Alemania debería integrar la UEO en la nueva PESC. Dado que eso se consideraba perjudicial para la OTAN, Washington intentó impedirlo remitiendo a las capitales europeas en febrero de 1991 el Memorandum Bartholomew, en el que se afirmaba que "subordinar la UEO a la CE acentuaría la separación e independencia del pilar europeo respecto de la Alianza", para añadir que eso serviría solo para "debilitar la integridad de nuestra seguridad y defensa transatlántica común".
En consecuencia, y dada la existencia de un grupo de Estados miembros (liderado por Reino Unido) que respaldaba las posiciones de EE UU, el Título V del Tratado de Maastricht de febrero de 1992 consagró la continuidad de la UEO como un ente independiente de la nueva UE, al que esta podría "pedir" la elaboración y puesta en práctica de las decisiones del Consejo Europeo con repercusiones en el ámbito de la defensa.
Tres meses antes, la OTAN había culminado su politización con la aprobación en su Cumbre de Roma de un nuevo concepto estratégico, que añadía a su tarea primigenia de la defensa colectiva otras nuevas como la cooperación y el diálogo político con los países del Este. Además, se saludaban los esfuerzos europeos por desarrollar una identidad de seguridad propia, pero circunscribiendo esta iniciativa al pilar europeo de la propia Alianza Atlántica.
La conclusión es que en 1992 la UEO se identificaba, simultánea y contradictoriamente, como el brazo militar de la recién nacida UE y como el pilar europeo de la OTAN. En ese momento, de los 12 Estados miembros, 11 pertenecían también a la OTAN (todos menos Irlanda), mientras que otros cinco aliados (EE UU, Canadá, Islandia, Noruega y Turquía) no eran miembros de la UE. Ese modelo híbrido, basado en instituciones interrelacionadas, fue inmediatamente puesto a prueba en los Balcanes.