Los egipcios ya están definiendo el nuevo sistema político y las instituciones que los gobernarán. Islamistas, liberales y militares son responsables del desenlace democrático de su transición.
Hace poco más de un año que comenzó la revuelta egipcia en la plaza Tahrir de El Cairo. La revuelta �la victoria del poder civil� logró acabar con tres décadas de poder de Hosni Mubarak, el sucesor de Gamal Abdel Naaser, Anuar el Sadat y aparentemente todopoderoso presidente. Un año después y en la misma plaza, se ha celebrado el primer aniversario de aquella mecha que encendió a todo un pueblo; pero donde antes todos, en común, se oponían a Mubarak y reclamaban la apertura política, ahora velaban por los muertos del último año y mostraban sus diferencias ideológicas, representando a un pueblo preocupado por la situación y el futuro del país. La alegría revolucionaria ha dejado paso a la realidad política y a las muchas dificultades a las que los egipcios se enfrentan.
La revolución ha sobrevivido a un año difícil: a la caída del líder, a la asunción del poder por los militares y al reconocimiento de la necesidad de un periodo transitorio que les lleve a un sistema político más o menos democrático, y más o menos liberal. El proceso ha superado los obstáculos para seguir avanzando, de forma inexorable, hacia un nuevo sistema institucional y político cuyas claves están por determinar.