El primer vínculo del hombre con el territorio vino representado por la sedes, identificada con la habitación en la domus familiar que fue sustituida a partir del siglo II a. C. por el domicilium, término que deriva etimológicamente de aquélla y con el que se indicaba el lugar donde una persona había establecido su residencia permanente con independencia de toda modalidad de propiedad o habitación y que constituía, con carácter general, el centro de sus actividades vitales. La estabilidad inherente al domicilio venía concretada por el establecimiento efectivo y por la voluntad actual de permanencia, lo cual la hacía compatible con ausencias temporales y no excluía un ulterior traslado domiciliario. Para el mismo, igual que para su constitución, era necesario el establecimiento real en el lugar elegido lo que comportaba que, con carácter general, el domicilio fuese único. Sin embargo, de forma excepcional, se admitió que una persona pudiera tener una pluralidad de domicilios y que pudiera carecer del mismo.