Al final de los años sesenta empezó a constatarse un cierto agotamiento, a encontrarse insuperables dificultades de funcionamiento, y a verificarse dudosos resultados, en ese complejo sistema de normas y planos que había sido concebido para organizar las previsiones destinadas a condicionar el desarrollo urbano y que, con variantes, era utilizado en muchos países del mundo. Su necesidad había sido ampliamente aceptada, se había ido perfeccionando durante varias décadas, en sucesivas etapas teórica y metodológicamente diferenciables, y constituía una tradición cultural muy elaborada, especialmente europea. Esta situación provocó desconcierto y dudas en las filas académicas, profesionales y administrativas dedicadas al tema, pero también dio lugar en las mismas a un esfuerzo reflexivo para analizar las causas, considerar nuevas orientaciones y proceder a una reelaboración teórica, al mismo tiempo que se ensayaban alternativas en la práctica planificadora, que no llegó a detenerse. Pero al mismo tiempo, y al margen de este esfuerzo constructivo, se aprovechó la circunstancia para desencadenar, desde sectores ligados a intereses inmobiliarios, una agresiva crítica de base económica e intención liberalizadora contra el planeamiento urbanístico, que fue eficazmente secundada desde el ámbito profesional de la arquitectura, apoyándose en una reivindicación de los aspectos morfológicos y en la necesidad de producir rápidas transformaciones visiblemente mejoradoras del espacio urbano. Desde ambos frentes se ridiculizó el contraste entre la ambición globalmente organizadora del planeamiento, por una parte, y por otra su carácter abstracto y burocrático, así como su escasa operatividad real. Y a partir de ahí, se fue imponiendo una forma de actuación sobre la ciudad, de carácter fragmentario y de signo fundamentalmente arquitectónico, rechazando la necesidad de las visiones previas de conjunto, y se proclamó la inutilidad del planeamiento y la muerte del urbanismo.