En la cerrada sociedad caballeresca, hasta tres tipos distintos de amante anhelan el matrimonio del amor con la tragedia. El primero es el honor, que perseguirá personalmente a quien él considere que ha ofendido su código, considerando ofensa que en el idioma del sentimiento el lenguaje sea el del corazón y no el del deber, y que no cejará en su empeño hasta ver satisfecho su deseo de venganza -o dejar la piel en el intento. El segundo es la propia sociedad, cuya mentalidad, orden e instituciones ni protegen al posible prófugo amoroso en su desgracia ni, y esto es aún más dramático, tienen la capacidad de ofrecer espacios para que aquél pueda reconstruir su vida. Ambos son los enemigos externos del amor. En la naturaleza de éste residía el enemigo interno, el que al soldar el mundo al que da vida aun único ser, el amante concreto, vuelca en su pecho no sólo su entero cargamento de sentimientos, emociones, sueños y proyectos, sino también todo su futuro, transformando para siempre el suyo en un erial donde campea soberana la soledad. El amor, o mejor, el amante se ha negado definitivamente a sí mismo, al privarse de la energía necesaria para, si fuere menester, rehacer su vida. En el altar de su propio fuego ve consumirse así tanto el carácter versátil de la libertad, como la dignidad del error, su belleza y originalidad: razones, en suma, entre aquéllas por las que la vida puede vivirse, y vale la pena de ser vivida.