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El IBI, que cumple ahora 10 años de existencia, es un tributo directo sobre la propiedad inmobiliaria muy similar al que también sirve en los países de nuestro entorno para financiar a los ayuntamientos o a las regiones. Su gestión es censal lo que significa que no existe autoliquidación por parte del contribuyente: por mucho que éste desee pagar su impuesto, ha de esperar que le llegue un recibo de su ayuntamiento, para lo que éste debe disponer de un catastro completo. La gestión, que es por ello compleja y costosa, tiene así dos partes bien diferenciadas: la gestión del catastro y tributaria y la gestión de las tarifas. Mientras la segunda, dentro de unos límites es potestad exclusivamente local, el Catastro lo es del Estado. Solo mediante determinados convenios los ayuntamientos pueden gestionar altas en el Catastro, pero nunca valoraciones finales. El Catastro es clave para los ayuntamientos ¿no así para el Estado¿ pero no pueden gestionarlo sino muy limitadamente, lo que rompe la posibilidad de una gestión integral que la eficacia precisaría. La evidencia muestra que están fuera del Catastro multitud de unidades urbanas y que las valoraciones están demasiado por debajo de las de mercado y son revisadas en ciclos demasiado largos.
