Ben Gerson
La gente de esta región de pollo frito y torta frita de maíz adora los dulces empapados en grasa y Southland no ve motivo alguno para no darles ese gusto. Su snack Chizzlewits es crujiente, lleno de grasas saturadas, y delicioso. Por ello, la empresa tiene una sólida presencia en ese mercado. Si uno entra a cualquier tienda entre Hagerstown, Maryland, y Chattanooga, Tennessee, lo más probable es que encuentre tres o cuatro productos de Southland en las estanterías.
Pero Peter Schmidt, vicepresidente y asesor jurídico de la empresa, ve que cada día se acumula más evidencia de que productos como Chizzlewits se están convirtiendo en la nueva oveja negra, tal como lo fue el tabaco. Un abogado de Nueva York acaba de querellarse contra una empresa similar a Southland por presuntamente engordar a su cliente. Una subcomisión del Congreso celebra una sesión sobre los contenidos de grasas en los productos horneados. Y el grupo Madres Opuestas a la Obesidad Infantil está presionando por lograr que todos los alimentos que contengan azúcares y grasas saturadas lleven una etiqueta de advertencia.
Southland ha intentado producir una versión más limpia del Chizzlewits, pero los resultados son desalentadores. Un niño en el grupo de prueba pone cara de espanto, escupe un gran bocado sobre la mesa y espeta: ¿Parece un Chizzlewits, pero ¡no tiene el sabor de un Chizzlewits!¿.
¿Debe Peter recomendar al CEO de Southland que la empresa reformule sus líneas de productos? Los comentaristas de este caso fi cticio de estudio son: Kenneth B. McClain, un abogado litigante de Independence, Missouri; Laurian J. Unnevehr, profesora en la University of Illinois, en Urbana- Champaign; Pam Murtaugh, consultora especializada en gestión de Madison, Wisconsin, y Richard Berman, director ejecutivo del Center for Consumer Freedom, en Washington D.C.