Hasta los años ochenta, España ha sido un país de emigración. El descubrimiento de América propició la primera gran oleada de emigrantes españoles en busca de la fortuna que se les negaba en nuestro país. Este flujo migratorio empezó a invertirse a partir de los años ochenta y es a partir de la entrada española en la Unión Europea y los años de prosperidad en la década de los noventa, que coincidieron con una tuerce crisis en los países del Norte y Centro de África, cuando empieza a observarse en nuestro país la entrada primero tímida y después cada vez en mayor cantidad de inmigrantes inicialmente africanos y después centro y sudamericanos y, por último, de los países que han entrado o entrarán a formar parte en un futuro próximo de la Unión Europa. La emigración forzosa, la emigración por razones económicas o políticas tuerza a hombres y mujeres a dejar su hogar, sus costumbres, su familia, sus raíces. Es necesario evitar en todo lo posible esta emigración. Pero cuando se produzca, cuando hombres y mujeres se vean empujados por la necesidad, es necesaria la generosidad por parte del país de acogida y procurar a estas personas que, habitualmente, se integran en el tejido productivo del país de acogida y son necesarias para el mantenimiento de su economía, un nivel de vida y de cobertura social apropiados. En ese sentido resultan encomiables iniciativas como la de la Junta de Andalucía a través de su Plan Integral para la Inmigración en Andalucía de 2002 que tiene como objetivo, entre otros, favorecer la plena integración social, laboral y personal de la población inmigrante.