Veinticinco años después de su asesinato, Mons. Romero tiene gran actualidad en un sector importante del pueblo y de la Iglesia salvadoreña. No obstante el tiempo transcurrido, está presente en la vida nacional y eclesial, e incluso es familiar para las nuevas generaciones, que ya no fueron contemporáneas suyas. Las conmemoraciones de su martirio son masivas y su cumpleaños también es celebrado cada año con cariño filial. Su tumba siempre tiene visitantes, que dejan sobre ella flores, velas y testimonio escrito de favores recibidos o de peticiones y encargos. En los últimos años, en las ciudades más importantes se han levantado plazas y esculturas para rendirle homenaje; algunas de sus calles llevan su nombre. Cada domingo, en la cripta de la catedral de San Salvador, se reúne una comunidad numerosa para celebrar la eucaristía junto a su tumba. En los testimonios personales de muchos salvadoreños aparece como una figura inspiradora y no pocas veces como ángel protector. Mons. Romero también está presente en el arte. Se lo encuentra en la pintura, la música, la literatura, el teatro e incluso en la ópera. El canto y la pintura populares lo recuerdan en muchas producciones. La academia estudia su teología, su homilética, su pastoral, su impacto social, etc. Mons. Romero es el salvadoreño más universal, dentro y fuera de El Salvador.
Esta presencia tan masiva en la vida nacional, para no hablar del ámbito internacional, obliga a preguntarse qué tiene este arzobispo salvadoreño de finales del siglo XX, formado durante la segunda guerra mundial, según los esquemas filosóficos y teológicos tradicionales, que lo hace tan atractivo para las generaciones que lo conocieron y también para las nuevas, para los académicos y los artistas, para las clases populares, pero también para las clases medias y alta, aunque en sentido más restringido. La estatura de Mons. Romero se puede sintetizar en dos actividades o, en lenguaje cristiano, ministerios: la predicación de la palabra y la confirmación en la esperanza.