Las representaciones cartográficas que con profusión se desarrollaron en Alemania nada más concluir la Gran Guerra pretendían ofrecer a Berlín una base científica para reivindicar la soberanía del país sobre los territorios cedidos a Polonia, Checoslovaquia, Bélgica y Francia. Procuraron materializar un discurso político serio y convincente, concebido para tener aplicaciones diplomáticas. La propaganda nazi, sin embargo, no recibió el trabajo de los geógrafos con los brazos abiertos. Tanto los conceptos lingüístico-etnográficos como los geoespaciales eran insuficientes para justificar el Nuevo Orden Europeo al que Hitler aspiraba. Antes de incorporarlo al acervo de la propaganda nacionalsocialista, los criterios utilizados por los cartógrafos de la inmediata postguerra fueron sustituidos por elementos culturales y raciales. Se retomaron los conceptos que ponían el acento en el factor humano, y mediante el recurso a la raza, fue posible dar forma a dos importantes consignas: la superioridad racial y cultural de los alemanes y la amenaza inminente de una invasión eslava. Esta manipulación permitió además justificar y legitimar una Política Exterior que pavimentó el camino a la Segunda Guerra Mundial.