El autor a lo largo de las siguientes líneas argumenta que la tendencia histórica que identifica a la Modernidad con el Iluminismo es errónea. La primera no es en sí misma iluminista y reúne ciertas características básicas que no son contradictorias con el Catolicismo: —un proceso hacia una mayor distinción entre las ciencias positivas y la metafísica, con un consiguiente progreso en el desarrollo de las primeras. Una mayor profundización en las exigencias del derecho natural y una mayor distinción de competencias específicas de Iglesia y Estado—. La Modernidad más bien, a través del Humanismo y Renacimiento, constituye un nuevo paso en la profundización de la visión teocéntrica del Medioevo. Por otra parte, el esquema histórico habitual no logra distinguir los elementos no iluministas de los iluministas en la época post medieval. Confundir los elementos sanos de la Modernidad con los malsanos del Iluminismo sólo conduce a que dichos elementos sanos no encuentren refugio en la filosofía cristiana. En síntesis, el Iluminismo constituye una deformación de la Modernidad en el sentido del quiebre del equilibrio natural-sobrenatural debido al racionalismo.