Gran parte de la literatura reciente sobre el tema de las nacionalidades conlleva implícita una crítica al nacionalismo como ideología y a la nación resultante de ella. No obstante ello —señala Roger Scruton en este ensayo—, el sentido de afiliación ha sobrevivido al mundo moderno, y la nación, en variadas formas, sigue siendo su mejor expresión. Es más, todo orden político se sustenta necesariamente en la experiencia y afirmación no-política de la “primera persona del plural”.
Pero, por otro lado, si no hay un “nosotros” sin un “ellos”, ¿cómo puede evitarse la rivalidad que conduce a la guerra? La posibilidad de enemistad y fragmentación está contenida en la base misma de la existencia política. El problema estriba, por tanto, en cómo las diversas naciones pueden llegar a mantener suficiente adhesión interna y soberanía territorial y, al mismo tiempo, vivir unas al lado de las otras sin recurrir al uso de la fuerza para resolver sus controversias. Quizás la solución de este dilema esté, sugiere el autor, en la creación de un poder metropolitano que asegure el imperio del derecho. La solución, en otras palabras, apuntaría hacia el imperio en alguna de sus formas: “en la forma en que los romanos o los ingleses creyeron administrarlo, y en la forma en que la monarquía dual de los Habsburgo administró Europa central”.