Conocí a Alberto David Leiva por el año 2004, cuando mi amigo, el Dr. Hernán Moyano Dellepiane, ante mi requerimiento, me sugirió que me contactara con él para dar curso a mi interés por la investigación científica. Así es como empecé a dictar clases de Historia del Derecho en la cátedra de Leiva, ya que me había señalado que, para iniciar la carrera de investigador, era condición sine qua non dictar clases en la universidad. Con el tiempo me comentó que la cátedra había pertenecido a Liniers de Estrada y fue la que, cuando Leiva se retiró, pasó luego a mi cargo. Al año siguiente, me acompañó como codirector de mi tesis doctoral en Ciencias Jurídicas y, al defenderla con éxito, nunca lo noté más feliz. De manera que, desde aquella primera entrevista que mantuvimos en la sede de la UCA de Puerto Madero, nunca me retiró su confianza, antes bien, a medida que pasaron los años me dispensó en la práctica el trato de amigo. Consiguientemente, me invitaba a las muchas y prolíficas actividades que desarrollaba. Además, nunca faltaba oportunidad en que me llamara para ofrecerme desde una biblioteca que se echaría a la basura o que se vendía a bajo precio, o hasta para ser parte de la Archicofradía del Santísimo Sacramento de Buenos Aires, de la cual él era archicofrade. Así como también fue nombrado caballero del Santo Sepulcro, cuyo hábito le sirvió de mortaja.