EL 24 de octubre de 1945 entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco el 26 de junio de ese año. Aunque no es la única pieza del denominado sistema internacional, la ONU simboliza desde hace 75 años el “corazón” del multilateralismo. Encarna el compromiso de los 193 países miembros con la cooperación como mejor medio para la defensa del interés colectivo, la prosperidad compartida y, en último término, el mantenimiento de la paz y la seguridad.
No sabemos aún si la Asamblea General de la ONU de este septiembre será presencial o telemática. Lo que sí podemos afirmar es que la organización no tendrá un 75 aniversario feliz. En medio de la pandemia del Covid-19, la ONU llega a la tercera edad con multitud de patologías previas, manifestadas de forma palmaria con la imposibilidad de reunir al Consejo de Seguridad en medio de una crisis sanitaria de causas y consecuencias globales. Ha sido el último episodio de una serie de fiascos en la misión de la ONU como “centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar propósitos comunes”. Antes del virus, la organización cargaba ya con la prueba de su impotencia en guerras como la de Siria, Libia y Yemen, o en la crisis de refugiados de 2015. También con fracasos absolutos, como el genocidio de Ruanda (1994) y la masacre de Srebrenica (1995), presenciados por tropas de paz de la organización.
El sistema ONU está compuesto por fondos, programas y agencias conocidos por una maraña de siglas especializadas en energía, desarme, infancia, comercio, clima, refugiados, desarrollo, mujeres, alimentación, drogas y delitos, patrimonio cultural, salud y telecomunicaciones, entre otras muchas. La hoja de servicio de la organización es irregular pero impresionante: ha aliviado el hambre y la pobreza por todo el planeta, ha desplegado misiones de paz en los cinco continentes, ha proporcionado socorro en catástrofes naturales y crisis humanitarias, ha mediado en conflictos y, sobre todo, se ha constituido como un foro legítimo para la discusión de problemas mundiales. Pese a su gigantesca burocracia, complejidad de procesos, casos probados de corrupción –como el programa Petróleo por Alimentos en Irak– o abusos sexuales por parte de algunos cascos azules, la ONU sigue contando con el respaldo de la opinión pública internacional. Una encuesta de Pew Research de 2019 mostraba un apoyo del 61% a la labor de la ONU, frente a un 26% que tenía una opinión negativa de la organización. Dispone, por tanto, de estructura, recursos y apoyo para abordar la profunda reforma que podría darle una segunda vida.
La pandemia hace aún más urgente el cambio porque ha dejado al descubierto “las vergüenzas” de la ONU: la contradicción desde el origen entre los ideales que proclama su carta fundacional y los intereses de los países que tienen el poder en el Consejo de Seguridad, el único órgano cuyas decisiones los Estados miembros están obligados a cumplir. China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia ocupan desde la fundación de la ONU los asientos permanentes, con derecho de veto, del Consejo de Seguridad. Si después de la Segunda Guerra Mundial la tensión EEUU-Rusia impregnó la labor de la ONU, hoy el choque se da entre EEUU y China, apoyada esta por Rusia en muchas ocasiones.
A sus 75 años, la ONU sigue gobernada por reglas creadas para otro mundo, que no recogen la complejidad de problemas ni la variedad de actores actuales. Sin embargo, el Consejo de Seguridad vuelve a reflejar la realidad de un orden internacional crecientemente competitivo, del que la ONU es presa. No esperemos, por tanto, que la reforma que podría relanzar la ONU y avanzar en una mejor gobernanza global proceda de esos cinco países. China, EEUU y Rusia no quieren cambios de calado en una organización que les otorga el privilegio del veto en el multilateralismo heredado del siglo XX, pero a día de hoy el único existente y en muchos aspectos útil para su política exterior. Francia y Reino Unido no solo saben que cambiar este centro de poder les dejaría fuera de juego, sino que además no cuentan con la capacidad para impulsar un cambio que implicaría ceder el paso a países como Alemania, Japón, Nigeria, India o Suráfrica.