Las fronteras entre la ciencia y la tecnología son cada vez más difusas. La inteligencia artificial y la computación cuántica obligan a repensar política, económica y socialmente el mundo.
Vivimos en un mundo en el que ciencia y tecnología se encuentran estrechamente relacionadas. Es cierto que podemos hablar de ámbitos científicos en desarrollo, o muy recientes, en los que dominan los universos conceptuales más abstractos, la denominada “ciencia pura” o “ciencia básica”; formulaciones como el modelo estándar en la física de altas energías, la controvertida (sobre todo por lo lejos que está todavía de poder ser sometida a comprobaciones experimentales) teoría de las supercuerdas o formulaciones matemáticas del tipo de la teoría de cohomología. Todo esto –la vigencia y vigor de la ciencia básica– es indudable, pero no lo es menos que las fronteras entre ciencia y tecnología son hoy cada vez más, y en más lugares, difusas. Pensemos por ejemplo en ese dominio científico que nos trae, prácticamente cada día, novedades antes insospechadas, el de la biología molecular: ¿es posible distinguir siempre entre avances llevados a cabo en ingeniería genética, biotecnología o la en apariencia más “fundamental” biología molecular? Distinguir, en el sentido de poder manifestar: “Este hallazgo vale solo para ingeniería genética, pero no nos dice nada fundamental para la biología”. La respuesta es no, no es factible establecer semejantes distinciones.
La interrelación entre ciencia y tecnología ha llegado a tal punto que se acuñó un nuevo término, “tecnociencia”, que el Oxford English Dictionary (el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia aún no lo recoge) define como: “Tecnología y ciencia consideradas como disciplinas que interaccionan mutuamente, o como dos componentes de una sola disciplina; dependencia de la ciencia para resolver problemas técnicos; la aplicación de conocimiento tecnológico para resolver problemas científicos”.
Asociar de manera tan estrecha tecnología y ciencia representa un cambio significativo en una tendencia que surgió entre los científicos, en especial después de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, se argumentó entonces, era una cosa y la tecnología otra; la ciencia proporcionaba conocimiento mientras que la tecnología podía ser responsable de los ataques químicos en la Primera Guerra Mundial, de la fabricación de bombas atómicas o, incluso, del deterioro medioambiental del planeta. La tecnología ocupaba así un lugar moral diferente –menos puro– que la ciencia.
La realidad es, por supuesto, diferente. Los científicos puros no solo participaban en la concepción y fabricación de los artilugios tecnológicos que repudiaban (basta pensar en el proyecto Manhattan o en “el padre de la guerra química”, el distinguido químico alemán Fritz Haber), sino que muchos continuaron asociados, durante la guerra fría y después, a proyectos cuyas aplicaciones no podían ignorar ni esconder bajo el paraguas de la ciencia básica…