En España no ha habido una reflexión colectiva y profunda sobre los legados del imperio. Ante el auge del nacionalismo más reaccionario, urge una aproximación crítica al pasado.
A finales de los años cuarenta del pasado siglo, en la celebración de los 10 años de “paz”, se dio una conversación en el interior del franquismo entre Pedro Laín Entralgo –ese “falangista residual”, según Manuel Vázquez Montalbán– y el pujante opusdeísta Rafael Calvo Serer. Para el primero España era un problema temporal, una “aporía histórica” que trataba de resolver acudiendo a los que consideraba sus más potentes ancestros intelectuales: Menéndez Pelayo, los hombres del 98 y José Ortega y Gasset. Todos ellos habrían tratado de dirimir agónicamente “el pleito entre hispanidad tradicional y modernidad europea”. Para Calvo Serer, sin embargo, la cuestión habría sido zanjada por la patada viril a la historia que unos cuantos valientes dieron una mañana de julio de 1936, en “un acto enérgico, tajante y claro”. Su España, sin problema, cuyo título respondía a la España como problema de Laín, se presentó como el manifiesto de la joven generación que se abría hueco a codazos entre las familias del régimen. Ecos de aquellas posiciones resuenan extrañamente, bien como suspiros, bien como cañonazos, en la vida intelectual de la España de hoy.
Entre tanta hojarasca de esencias intrahistóricas y ahogos metafísicos, cabe agradecer a Laín que, además de algunas páginas interesantes, dejara claro cuál era en realidad el problema de España. No es otra cosa que su condición posimperial desde que, mucho antes del 98, “es vencida la europeidad hispánica, la empresa de nuestro siglo XVI, el proyecto histórico de una Cristiandad posrenacentista” y ecuménica.
La Constitución de 1978 y los gobiernos democráticos podrían haber hecho algo por enfrentarse al problema, no con otra patada a la historia, sino con políticas públicas del pasado que invitaran a la ciudadanía a una reflexión profunda y colectiva sobre los legados del imperio. El caso es que no fue así, sino muy de otra manera. Mucho después de 1810, y sobre todo desde 1898, el problema del imperio sigue pesando como una losa sobre la conciencia histórica de España, incapaz de mantener una relación tensa, distante, crítica y compleja con la tozuda pervivencia de un pasado incómodo.
Fobias y filias del imperio Cuando pensábamos que la democracia había logrado un mínimo consenso en la restauración de la dignidad y la memoria de las víctimas del franquismo, el rancio imperialismo que sostuvo buena parte de la armazón intelectual del régimen volvió en forma de libro de autoayuda para españoles: Imperiofobia, de la ensayista María Elvira Roca Barea. Ante el estupor de muchos ciudadanos y el silencio de la mayoría de los profesionales del pasado, el libro y su autora recababan el apoyo decidido de un Estado arrinconado por el desafío catalán y de unos medios, públicos y privados, que abandonaron toda responsabilidad periodística de contraste, verificación y pluralidad. Las virtudes retóricas del libro, su oportunidad coyuntural y la cooperación público-privada en su promoción lo convirtieron en un éxito absoluto de ventas.