Mark Blyth
El mundo que convirtió a los bancos centrales en órganos de gobierno desaparece. Hoy sus máximos responsables tratan de ganar tiempo, a la espera del regreso de la política fiscal.
Cuando quedó claro que Christine Lagarde sucedería a Mario Draghi como directora del Banco Central Europeo (BCE) se hicieron muchas especulaciones al respecto. Algunos recordaron cómo la Reserva Federal estadounidense se alejó de los economistas académicos al encumbrar a Jay Powell, e interpretaron que lo mismo ocurriría en el BCE con Lagarde, abogada de carrera. A partir de ahí, había solo un paso para argumentar que la era del activismo monetario no convencional había terminado (salvo, quizá, para los académicos).
Draghi lanzó una noticia bomba en septiembre, poco antes de finalizar su mandato: inauguraba una nueva ronda de compra de bonos, recortaba aún más los tipos de interés –hasta alcanzar el rojo–, instauraba tipos escalonados –dependiendo de los depósitos y préstamos, para que el crédito dirigido pueda impulsar el crecimiento– y ordenaba aplicar con generosidad diversas medidas de menor vuelo. El compromiso flexible de compra de bonos hace pensar que Draghi quiere marcar el rumbo de las políticas del BCE, anticipándose a la potencial reversión de Lagarde.
Los analistas tienen mucho sobre lo que reflexionar. ¿Puede Lagarde volver a cambiar el rumbo? ¿Funcionarán estos tipos de interés “duales”? ¿Cuánto tiempo puede permanecer en negativo el interés sobre los depósitos del BCE? ¿Hasta cuándo aguantarán los ciudadanos alemanes lo que llaman “tipos de penalización”? En mi opinión, las preguntas más útiles que podemos hacernos son las siguientes: ¿cómo se convirtió el máximo responsable del BCE en principal responsable de la política económica de Europa? Y ¿por qué las decisiones del BCE acaparan titulares en todo el mundo? Una revolución intelectual en retrospectiva Las cosas no siempre han sido así. Durante la mayor parte de su historia, los gobernadores de los bancos centrales no eran conocidos ni relevantes. Durante la posguerra eran prácticamente invisibles y las instituciones que dirigían dependían en gran medida del gobierno. Su ascenso en las estructuras de poder estuvo motivado por el colapso del modelo de crecimiento de posguerra, tras la crisis inflacionaria de la década de 1970. Estalló en ese momento una revolución intelectual en el amplio campo de la macroeconomía donde se enmarca el debate sobre política monetaria, la cual terminaría modificando el hado de los bancos centrales y sus dirigentes. Fue una revolución en tres pasos.
El primero fue la crítica monetarista a la interacción compensatoria que supuestamente se da entre desempleo e inflación. Según esta crítica, tratar de resolver el desempleo a base de gasto público solo produce más inflación. Podría deducirse que los gobiernos deben acabar con el activismo fiscal y limitarse a establecer objetivos de crecimiento para la oferta monetaria, lo que repercutiría de manera clara en la inflación. Con el pretexto de cumplir objetivos monetarios, los bancos centrales de Estados Unidos y Reino Unido elevaron los tipos de interés a principios de la década de 1980, lo que provocó una caída de la inflación y un aumento del desempleo, tal como predijo el keynesianismo.