El reto de la ecología política no es ocupar un espacio preexistente, sino articular mayorías sociales y usar la lucha contra el calentamiento global como palanca para promover políticas de redistribución, justicia social y democratización.
Que el cambio climático es el gran reto al que se enfrentan nuestras sociedades en las próximas décadas es algo que ya muy pocos se atreven a poner en duda. Desde el inicio de la revolución industrial a mediados del siglo XVIII se ha tejido un binomio que hoy amenaza con resultar terrible para las condiciones de vida en nuestro planeta: por un lado, la insaciable voracidad de crecer asociada al capitalismo. Por otro, la energía barata, manejable y de alta calidad asociada a los combustibles fósiles –en principio carbón, pero después petróleo y ahora gas natural.
Es la quema de estos combustibles fósiles para obtener energía lo que libera a la atmósfera los llamados gases de efecto invernadero (CO2, CH4, etcétera) que, en última instancia, son los responsables del calentamiento global. Ahora bien, si la quema de combustibles fósiles es la responsable física última del cambio climático, son las dinámicas globales asociadas al desarrollo capitalista y su absoluta dependencia energética de aquellos (el 80% de la energía consumida sigue siendo de origen fósil) el principal escollo a la hora de solventar la crisis climática actual. Por un lado tenemos una matriz económica y social estructuralmente obligada a crecer a cualquier precio, sin importar los límites finitos del planeta. Por otro, nos encontramos la existencia de un lobby fósil formado por empresas petroleras y gasísticas que llevan décadas invirtiendo enormes sumas de dinero para financiar a negacionistas climáticos, venderse como empresas verdes o en tareas de presión para evitar que se tomen incluso las medidas más tibias.
En los últimos dos años, y en especial en los últimos meses, conceptos como “cambio climático” o “calentamiento global” dejan paso a otros como “crisis” o “emergencia climática”. Este énfasis en la importancia y urgencia de descarbonizar nuestras sociedades es buena señal, pero lo realmente necesario es que se empiecen a tomar cuanto antes las medidas políticas y económicas que lo hagan posible. Porque frente a un “no hay nada que hacer” que nunca sabemos si es espíritu de época o excusa fácil, lo cierto es que aún estamos a tiempo de evitar las peores consecuencias del cambio climático.
Para ello hace falta una acción global y local mucho más decidida y ambiciosa que la habida hasta ahora. Así, por ejemplo, en diciembre de 2015 se firmó el Acuerdo de París, en el que la inmensa mayoría de países del mundo se comprometía a reducir sus emisiones para mantener la temperatura global muy por debajo de los 2ºC por encima de la temperatura pre-industrial y hacer esfuerzos para no superar los 1,5ºC. Pero como no se puso ningún mecanismo diplomático global para conseguirlo, la suma de las llamadas contribuciones voluntarias nos llevarán a los 3,5ºC, lo que hizo que muchos se refirieran a dicho acuerdo como un éxito diplomático pero un nuevo fracaso climático. Lo más importante, sin embargo, es entender que los 1,5ºC o 2ºC son cifras arbitrarias: el cambio climático no es un fenómeno de todo o nada, sino que se va agravando más y más al aumentar la temperatura media global. No pasará nada especial si superamos los 2ºC: estaremos en una situación peor que tras superar los 1,5ºC y mejor que la que tendríamos con 3ºC. Por eso la lucha contra el cambio climático siempre tiene sentido. Cada fracción de grado cuenta, cada barril de petróleo no quemado cuenta.
Impactos ecológicos y sociales Cada vez que escribo sobre las consecuencias del cambio climático busco ejemplos que hayan ocurrido en los últimos tres o cuatro meses. Cada vez resulta más fácil encontrarlos. Desde mayo de 2019, India sufre una ola de calor terrible. El 10 de junio, Nueva Delhi alcanzó los 48ºC, récord histórico para ese mes. Al menos 78 personas murieron por causas directas debido a la ola de calor (la mortalidad indirecta se prevé muchísimo mayor). Los cuatro depósitos que abastecen Chennai –la sexta mayor ciudad del país– se han secado, lo que ha llevado al racionamiento y largas colas para conseguir agua. Desde marzo de 2019, el Medio Oeste americano sufre una serie de inundaciones, las peores desde los años treinta, que han provocado un daño estimado de 3.000 millones de dólares en Estados como Iowa, Nebraska o Missouri. En la última semana de junio, Europa sufría la primera ola de calor de 2019, especialmente fuerte. En Alemania se esperaba que la temperatura superase el récord anterior para junio en unos 2ºC. El problema es que este récord es de 2018. Y esto es solo el principio: si no hacemos nada, las consecuencias serán más intensas y frecuentes a medida que avance el cambio climático.