No hay nada inevitable en la deriva regresiva global que vivimos. Iberoamérica tiene la oportunidad de ofrecer una voz diferente sobre el fenómeno de las migraciones en el siglo XXI.
La escena es convenientemente retratada y recortada, y se convierte en el salvapantallas de las elecciones legislativas estadounidenses del pasado noviembre: unos miles de migrantes hondureños atiborrando un puente en su camino hacia la frontera sur de Estados Unidos. La imagen misma de una invasión desesperada. En otro rincón del continente americano, cientos de miles de venezolanos abandonan su país empujados por la violencia, la carestía y el fracaso del Estado. Colombia, Brasil, Panamá y Perú declaran situaciones más o menos formales de emergencia y advierten de un posible cierre de fronteras. Es la versión americana de la supuesta crisis migratoria global.
América Latina no iba a ser la excepción a una narrativa pública que se ha impuesto casi sin matices en las principales regiones de destino del planeta: la idea de que el mundo se enfrenta a una emergencia sin control ni precedentes provocada por las migraciones. Una crisis que en el corto plazo amenaza la seguridad y prosperidad de los destinatarios, y en el largo podría llegar a diluir la identidad de sus sociedades. El fenómeno migratorio determina hoy resultados electorales y agendas políticas mucho más, posiblemente, de lo que lo ha hecho desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y América Latina no es más que otro escenario de esta batalla global.
Pero la realidad, como ocurre a menudo, se parece poco a la caricatura alarmada que pintan los populistas. Las espectaculares imágenes de desplazamiento forzoso en América Latina y el Caribe capturan solo una parte de un fenómeno mucho más amplio, complejo y positivo, que ha ayudado a conformar las sociedades de un continente entero. Hoy la región cuenta con una población inmigrante de 10 millones de personas y con flujos de emigración cuatro veces más altos, según datos del departamento de Datos Económicos y Sociales de Naciones Unidas (DESA, en inglés). Parte de estas poblaciones responden al perfil humanitario que hemos visto recientemente abandonando Venezuela, Nicaragua o los países del Triángulo Norte de Centroamérica. Un fenómeno que conocen bien, porque antes que ellos el conflicto colombiano, el huracán Mitch o la represión de las dictaduras centroamericanas provocaron el desplazamiento masivo de refugiados y migrantes de supervivencia a países vecinos.
La mayoría de quienes se mueven, sin embargo, forma parte todavía de eso que se denominan las migraciones económicas, una categoría diversa que agrupa a trabajadores y sus familias y que responde a una multitud de factores, no todos dramáticos. Un taller del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) celebrado en Madrid recordaba cómo, desde mediados del siglo pasado, los trabajadores internacionales han tenido un papel fundamental en el desarrollo económico de la región iberoamericana. Argentina ha recibido durante décadas a paraguayos y bolivianos que han apuntalado sectores claves como los servicios, la construcción o los cuidados del hogar. Lo mismo se puede decir de la población peruana en Chile –que entre 1990 y 2015 se multiplicó por 25– o del papel de la industria petrolera de Trinidad y Tobago en la movilidad de trabajadores caribeños dentro de su región. Más recientemente, decenas de miles de haitianos se han establecido en diferentes países del subcontinente, algunos de ellos tan alejados de su punto de partida como Chile.
La magnitud y composición de este fenómeno en América Latina ilustra bien tres axiomas trágicamente ignorados en el diseño de las políticas públicas. El primero es que las migraciones responden más al éxito del desarrollo que a su fracaso. A medida que en la región se consolidaba una clase media dotada del capital económico y educativo que demandan determinados proyectos migratorios, los desplazamientos hacia los países ricos se fueron intensificando entre 1990 y 2010. A los corredores tradicionales como el de México/Caribe y EEUU se añadió una importante ruta de emigrantes suramericanos y caribeños hacia Europa, muchos de los cuales se beneficiaron de las afinidades culturales, las diásporas y las ventajas legales que ofrecían países como Italia y España. Solo en este último caso, la población de residentes latinoamericanos prácticamente se multiplicó por 10 entre 1998 y 2008, hasta superar los 2,4 millones de personas según el Instituto Nacional de Estadística, para desplomarse después con la llegada de la crisis. Y este es precisamente el segundo axioma: las migraciones responden a pulsiones mucho más racionales y previsibles de lo que los países ricos están dispuestos a aceptar. Lo que cambió en España en 2008 no fue la eficacia de los controles migratorios, sino el contexto que motivaba la emigración latinoamericana: si no hay empleo, no hay interés por venir …