Jaime de Ojeda y Eiseley
La muerte de George H.W. Bush ha recordado en todo el mundo la desaparición de un modo de hacer y de entender la política.
En el clima político, cada vez más enrarecido, que se vive en Estados Unidos, el funeral del presidente 41, George Herbert Walker Bush, ha sido como una bocanada de aire fresco que nos ha recordado lo que era la “normalidad”. Raro es decir esto cuando las pompas fúnebres que la televisión regaló al país durante varios días fueron de un boato espléndido; pero es que la figura del 41 presidente hizo ver por un instante hasta qué punto el mundo político ha degenerado en los últimos años. El contraste no pasó desapercibido a Donald Trump: sus gestos y sus expresiones faciales, las de una fiera acorralada, denotaban la incomodidad que le producía medirse con una memoria que tanto destacaba el sórdido esperpento que a diario depara con sus aliados republicanos.
George H.W. Bush era ante todo un caballero, si es que alguien se acuerda aún de lo que esto significaba. Fue el último representante del predominio político del noreste de EEUU, la Nueva Inglaterra de Boston, educado en colegios y universidades de estilo inglés, con un énfasis en la educación del “carácter”. Fueron unas generaciones que han sido llamadas los WASP: blancos, anglosajones, protestantes, en su acrónimo inglés. Engendraron el espíritu de esta nación y la han conducido durante los pasados 100 años con todas sus virtudes y defectos. Entre sus virtudes destacaba el sentido del deber, la lealtad, el juego limpio en toda ocasión, aun cuando favoreciera al contrincante, la responsabilidad que acompaña a su privilegiada posición, en especial el servicio a la nación, tanto en las fuerzas armadas como en la política y administración del Estado. Entre sus defectos, destacaba la ingenua arrogancia de su sentimiento de superioridad y la convicción del excepcionalismo de EEUU que les condujo también a cometer grandes errores. Pese a todo, fueron quienes hicieron los EEUU de nuestros días; los que supieron sentar los fundamentos del orden internacional que ha estructurado la posguerra y que ahora Trump y sus secuaces se complacen en destruir.
Esa descripción general serviría para pintar la figura del presidente Bush. Su físico, su estatura, el corte limpio de su cara, su pasión deportiva encarnaban perfectamente a esa generación. Como todas las grandes familias de Nueva Inglaterra, heredó una gran fortuna, siguió su orientación política en el Congreso y pretendió la presidencia. Tuvo la generosa elegancia de despedir personalmente al expresidente Richard Nixon cuando nadie quería verse junto a él tras el escándalo del Watergate. Su sentido del deber le llevó, primero, a la jefatura de la misión diplomática en China en 1973 y, luego, a dirigir la CIA, cuando el presidente Gerald Ford se lo pidió, a pesar de que descarrilaba su carrera a la presidencia. Más tarde, derrotado por Ronald Reagan, fue su vicepresidente, le sirvió lealmente pese al riesgo de verse arrastrado por los escándalos de Irán y la Contra nicaragüense. Convertido ya en una inevitable personalidad del Partido Republicano, ganó la candidatura y la presidencia en 1988.
Ya en su época, sin embargo, se veía el cambio político que derrocó el predominio de los WASP. Primero fue la presidencia del californiano Nixon, luego la del georgiano Jimmy Carter y finalmente la de Reagan. Todo ellos sentían la política de una manera muy diferente, se rodearon de asesores y consejeros de otras partes del país y no ocultaban su aversión a los WASP, de los que se separaban ostentosamente. El mismo Bush se daba cuenta de esta metamorfosis y tanto por proseguir la industria petrolera de su familia como por crearse una personalidad más afín con la idiosincrasia del país se trasladó de Connecticut a Tejas, e hizo lo imposible por pasar por un tejano.
En la convención republicana de 1991 la candidatura de Bush fue denostada por elementos populistas que ya comenzaban a emerger. La responsabilidad política que le llevó a elevar los impuestos a pesar de su famosa promesa, “lean mis labios”, fue desastrosa. No le ayudó nada el bajón que experimentó la economía durante su mandato, pese a que se estaba reponiendo en los últimos meses de su presidencia. Su derrota electoral en 1992 supuso también la losa que sepultó la época de los WASP en la política americana. De aquellos polvos vinieron los lodos del “partido del té”, primero, y del trumpismo ahora.
George H.W. Bush supo guiar la emergencia de ese nuevo mundo, al que llamó ‘nuevo orden internacional’ Tanto por haber sido un veterano de la Segunda Guerra Mundial como por sus puestos diplomáticos, Bush tenía un verdadero interés y conocimiento del mundo internacional. Le achacaban estar más interesado en política exterior que en los problemas internos de EEUU, sin querer reconocerle cuanto hizo en este sentido, como la ley de ayuda a los incapacitados, la de limpieza del aire y la seguridad sanitaria de las aguas que ahora Trump intenta abolir. Tampoco se dan cuenta de que en su mandato la política exterior primaba, cuando la Unión Soviética se deshacía y se transformaba todo el mapa geopolítico de Europa. Ante una crisis que habría podido degenerar en un conflicto intercontinental, Bush supo guiar la emergencia de ese nuevo mundo, al que llamó el “nuevo orden internacional”, canalizando en Rusia y Europa oriental tendencias opuestas hacia soluciones pragmáticas en las que no hubiera ni vencedores ni vencidos y moderando en EEUU el triunfalismo de los que querían aprovechar el momento para reducir definitivamente el futuro de Rusia. Contó con la asistencia del general Brent Scowcroft, su consejero de Seguridad Nacional, y de James Baker, su secretario de Estado, ambos de rara competencia y amplia experiencia.
Del mismo modo, su conocimiento de China le permitió superar las tensiones que la trágica represión de Tiananmen, en 1989, supuso para las relaciones con el gigante asiático. Por último, supo crear una gran coalición internacional bajo la égida del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para expulsar a Sadam Husein de Kuwait, en la que participaron todos los países árabes, y supo también detener la guerra cuando sus aliados le expresaron que no podrían apoyarle en una invasión de Irak. Su hijo, el presidente 43, no supo seguir su ejemplo y se dejó llevar por la demencial influencia de los neoconservadores. Y, sin embargo, su padre no le reprochó ni en público ni en privado lo que después condenó como uno de los peores errores de EEUU …