La inmigración ha amortiguado en las últimas dos décadas el envejecimiento de la población española. Hoy, sin embargo, el debate sobre la migración de reemplazo se produce en un contexto político y económico muy diferente.
Ha llovido mucho desde que la División de Población de Naciones Unidas publicara en 2001 el informe �Migraciones de reemplazo: ¿una solución ante la disminución y el envejecimiento de las poblaciones?�. El contexto demográfico en el que podría retomarse el debate que planteaba aquel informe ha cambiado poco, pues el proceso de envejecimiento de la población europea en general, y española en particular, no ha hecho sino acentuarse. Sin embargo, se han modificado �y de modo radical� las condiciones económicas y políticas en las que puede replantearse la idea de recurrir a la inmigración como baza central en la lucha contra el envejecimiento y sus potenciales efectos negativos sobre la economía de los países receptores.
El informe de la ONU se publicó justo cuando comenzaba en España un boom económico sin precedentes desde la transición a la democracia. En cambio, el debate sobre la migración de reemplazo y, en términos más generales, el del papel de la inmigración como factor de sostenibilidad del Estado de bienestar, tiene que abrirse paso hoy en sociedades que no han salido aún de una de las mayores crisis que ha sufrido el empleo en Europa en las últimas décadas. Junto con la crisis vino también un cambio de aires en el discurso y las políticas sobre inmigración. Los miedos a la invasión, a la dependencia de ayudas sociales, al aumento de la delincuencia y la marginalidad, como fenómenos inexorablemente asociados a la inmigración crecieron y fueron alimentados, de forma más o menos directa, por casi todos los partidos del espectro ideológico europeo. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca podría considerarse el cénit del discurso antiinmigración conocido hasta hoy en los países desarrollados, igualado tan solo por las declaraciones y políticas xenófobas de gobernantes europeos como Víktor Orban en Hungría.
En un contexto tan diferente, ¿qué margen de maniobra existe aún para defender las bondades de la inmigración como elemento beneficioso para nuestras economías y el Estado de bienestar? Y sobre todo, ¿qué cambios cabe esperar en la dinámica y perfil de los flujos migratorios con destino a España y a Europa? ¿Cómo podrían afectar esos cambios a la viabilidad del debate y las políticas que defienden la inmigración como factor de crecimiento? Las siguientes líneas reflexionan sobre ello, con especial interés por la experiencia española y la inmigración latinoamericana.
La inmigración no es lineal En 2017, la población nacida en el extranjero representaba más del 13% de la población total en España (6.180.342, según la estadística del padrón municipal del Instituto Nacional de Estadística, INE). Junto a ellos, los descendientes de dos padres inmigrantes que ya habían nacido en España superaban las 800.000 personas en 2011, fecha más reciente para las que hay cifras sobre el tamaño de este grupo. Por tanto, no hace falta insistir en la relevancia de la inmigración para la demografía y, por tanto, para la economía española.
Los 10 grupos de inmigrantes de mayor tamaño representan el 56% del total de la población nacida en el extranjero y son, por este orden, los nacidos en Marruecos, Rumanía, Ecuador, Colombia, Argentina, Reino Unido, Venezuela, Francia, Perú y China. Se trata, por tanto, de una inmigración muy diversa, aunque con un protagonismo evidente de América Latina, que representa el 37% del total. El perfil de esta población se ha modificado de forma sustancial desde la intensificación de los flujos migratorios a principios de la década de 2000. Por una parte, el perfil eminentemente laboral de las primeras entradas se atenuó a medida que progresaban los procesos de reagrupación familiar, que han sido muy rápidos en España. Por otra, el duro impacto de la crisis sobre el empleo de la población inmigrante intensificó los flujos de salida, a la vez que amortiguó y transformó el perfil de los nuevos flujos de llegada. Todos estos procesos simultáneos �la llegada de parejas e hijos de los migrantes pioneros; la crisis económica y el aumento del desempleo entre la población inmigrante, sobre todo masculina; el retorno de muchos de los que vinieron con un proyecto temporal o no lograron consolidar uno más permanente; y las mayores exigencias tanto del mercado laboral como de las políticas de admisión, con la imposición de visados a algunos países de origen y un requisito de ingresos mínimo para las reagrupaciones� han tenido como resultado un cierto envejecimiento de la población inmigrante que reside en España junto con un ligero aumento de su cualificación media.
La edad media de los extranjeros no europeos llegados a España durante el periodo 2002-07 fue de 29 años. La población extranjera que actualmente reside en España ha ido reequilibrando su composición por sexo y ha envejecido casi cuatro años desde 2004, hasta los 36 años de edad media en 2017. Aun así, la edad media de la población española está cercana a los 44. Y la diferencia sería incluso mayor si se compara a los nacidos en el extranjero con los nacidos en España, pues las cuantiosas naturalizaciones concedidas desde 2012 también han rejuvenecido a la población con nacionalidad española. Dicho de otro modo, los flujos migratorios recibidos por España desde comienzos de la década de 2000 han amortiguado el envejecimiento de la población residente en el país, pese al propio envejecimiento de la población inmigrante, tanto la ya asentada como la de nueva entrada, y a la caída sostenida de la fecundidad en todo el mundo. Y con casi toda probabilidad la inmigración seguirá ejerciendo este papel amortiguador durante las próximas décadas. Varias razones lo explican ...