Jaime de Ojeda y Eiseley
El viaje a Oriente Próximo, la salida del Acuerdo de París y las nuevas medidas respecto a Cuba crean desconcierto exterior pero dan a Donald Trump una vía de oxígeno mediático de sus vínculos con Rusia.
Si no fueran tan preocupantes, los momentos que la presidencia de Donald Trump nos está regalando serían uno de los periodos más amenos de la historia de Estados Unidos. No pasa día, a veces ni una hora, en que la nación entera no corra por una auténtica montaña rusa de revelaciones, confesiones, acusaciones, desmentidos� todo ello ampliado por sensacionales testimonios ante el Congreso y multiplicado por millones de tuits y menciones en los medios sensacionalistas de la televisión, la radio, la prensa e Internet.
Por un lado, el presidente emite mensajes contradictorios que confunden no solo a la opinión interna y mundial sino a sus mismos colaboradores y congresistas del Partido Republicano. Por otro lado, en el Congreso estos se esfuerzan por lograr la aprobación de una legislación fiscalmente regresiva, abiertamente negativa en lo que concierne al seguro médico nacional y a todas luces contraria a la protección del medio ambiente, en un intento de cumplir sus insensatas promesas electorales para salvaguardar sus escaños, pero sin lograr unir a los moderados, espantados por la reacción de sus partidarios cuando conozcan las consecuencias, y los extremistas, que exigen aún más reducciones fiscales y estatales.
Lo que preocupa de verdad al presidente es la investigación de las controvertidas relaciones que él, su familia y los miembros de su campaña electoral mantuvieron con autoridades rusas y hasta con el mismo presidente Vladimir Putin, sobre todo después de que el FBI y las 17 agencias de información hayan denunciado sin ambages los ataques cibernéticos que los rusos realizaron contra el Partido Demócrata y contra el mismo sistema electoral durante la campaña presidencial de 2016. El fiscal general, el senador Jeff Sessions, tuvo que recusarse de toda investigación relacionada con los rusos, al descubrirse que había encubierto sus encuentros con el embajador ruso, incluso en su despacho en el Congreso, un encubrimiento doloso que en realidad habría debido causar no su recusación sino su dimisión.
La preocupación del presidente ha culminado en la destitución del director del FBI, James Comey. Con refinada hipocresía, aunque Trump y los republicanos aplaudieron frenéticamente su "valentía" al denunciar a Hillary Clinton en aquel momento, el departamento de Justicia y el presidente han insistido en que la razón de su destitución fue la manera en que se comportó respecto a la investigación de los correos electrónicos de Clinton, arrogándose atribuciones del fiscal general e interviniendo inexcusablemente en la campaña presidencial. Creyeron así defenderse de los esperados ataques de los demócratas que denunciaron ruidosamente, con Clinton a la cabeza, la intervención del director del FBI a la que atribuyen en gran medida su derrota electoral ...